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La cocinita editorial

No es lo mismo editar que corregir, y este espacio propone demostrarlo. Aquí, a partir de algunos textos cortos inéditos de ficción y no ficción, nos ejercitaremos en la identificación de vicios retóricos y argumentativos dentro de cada párrafo. Todos están invitados a participar con sus publicaciones.

Escribe: Carlos Chávarry

Que quede constancia: este texto está tan bien planteado en forma y fondo, que a simple vista casi no parece requerir edición. Con todo, siempre hay posibilidades de mejora, y las vamos a encontrar en este análisis. La autora del relato, la cronista y reportera finlandesa Kukka Maria Ahokas, deja la valla en alto con esta publicación.

La versión original se puede encontrar aquí: https://bit.ly/3VCY4h0

Haz esto si olvidas todo

No se sorprendan, pero pensé que esta enfermedad no me afectaría.

Pensé que el me iba a faltar, que iba a tomar una curva y esquivarme.

No se sorprendan, pero pensé que la enfermedad estaba haciendo estragos en otros, no en mí.

Pero me chocó.

El comentario

Dado el nivel de fragmentación del texto —que por momentos sugiere un formato poético—, en adelante los cortes para agrupar las frases en bloques y analizar las ideas serán meramente subjetivos.

¿Qué es lo primero que salta a la vista? Que estamos ante una dosificación calculada de las palabras en cada oración para tener más impacto en el lector. Es una estrategia de economía narrativa requerida cada vez más en nuestro mundo digital. ¿Y funciona? Digamos que, en este caso, escribir de este modo no necesariamente asegura efectividad para el inicio del texto. ¿Por qué? Porque la estrategia de fragmentar las líneas que utiliza la narradora se hace muy visible —demasiado evidente— cuando no se justifican los saltos entre una y otra. Por ejemplo, la primera y la segunda oración bien podrían haber ido juntas. Uno se pregunta por qué la autora las separó. Es más, esta maniobra de aislamiento podría ser muy riesgosa para la totalidad del relato si cada frase no es muy potente en relación a la que le sucede o precede.

Lo anterior nos lleva a lo siguiente: como lector uno tiene dudas si la primera oración es la idea más rompedora para iniciar la historia. Ya sabemos que, si no se tiene preparada una buena entrada, es muy probable que el relato no cumpla con ese gancho necesario para captar la atención de inmediato. (Aquí, hagamos hincapié en que no necesitamos fijarnos mucho en el error de la construcción de la segunda línea, si consideramos que el castellano no es la lengua nativa de la autora. Al parecer, quiso decir algo así como «Pensé que ella —la enfermedad— no me atraparía, que daría un rodeo y me esquivaría». En adelante, algunas conjugaciones de verbos también podrían parecer errores, pero ya sabemos a qué se debe). 

Y entonces, ¿cómo podría haber sido ese comienzo? Quizá anunciando el problema central: que ya no tiene olfato y gusto, que todo lo que se lleva a la boca son solo elementos químicos, que perfectamente podría comer plástico. Después de ese anuncio, recién podría hablar de cómo se contagió de la enfermedad que la tiene así —de cómo se confió— y, luego, de los métodos a los que recurre para su recuperación.

Como se puede comprender, un buen inicio traza la estructura de todo lo que se relatará a continuación.

No se sorprendan si ya no me vean tomando café con amigos porque mi olfato desapareció, y el gusto también. Escuché que el virus se une al receptor ACE-2 y daña una parte del cerebro, lo que hace que el paciente se olvida una capa del mundo.

Después de eso, todo lo que me llevaba a la boca solo eran elementos químicos.

Podría morder plástico.

El comentario

No es necesario ahondar mucho en esta parte porque ya señalamos que pudo haber sido la introducción del texto. Algo a resaltar es el remate de la primera oración, cuando termina en «…daña una parte del cerebro, lo que hace que el paciente se olvide de una capa del mundo». Es un excelente cierre para ese bloque explicativo, porque primero ha dado una explicación científica —lo del receptor ACE-2—, y luego pasa a una imagen poética —la capa que recubre el mundo— que nos ayuda a entender mejor lo que se siente sufrir de anosmia.

Algunos sabores se distorsionaban, especialmente los huevos y los productos cárnicos. El pollo es una masa de tejido espeluznante y fibrosa, una sustancia gomosa. Los huevos saben a metal podrido. Si así empieza el veganismo, acepto mi destino.

Pero desafortunadamente, el café también sabe a clavos oxidados. Es mi bebida favorita, y me da mucha melancolía perderla.

Todavía puedo comer canchitas de maíz porque son crujientes. También puedo sentir la sensación de picante en mi boca, por lo cual echo ají en mi avena de la mañana. El receptor del dolor todavía estaba allí.

Aparte de estos, nada.

El recuerdo de los sabores se había ido de mi alcance.

Traté de esforzar mi memoria, pero los sabores se habían desvanecido, como si faltara una parte del cerebro, la que recuerda.

El comentario

La dosificación de los datos en este bloque es impecable por lo puntual y breve. No hay palabras sobrantes, no hay frases clichés, y los adjetivos son mínimos. Estamos ante un minimalismo que permite que el texto adquiera velocidad y fluidez. Nótese, además, que sus descripciones realmente dicen algo, tienen un significado, y no son referencias rebuscadas —el pollo convertido en un tejido gomoso, el café que saborea a óxido—, al punto de que uno prácticamente puede imaginar a la autora en escenas de frustración al momento de comer. También, ayuda mucho el toque de humor («si así empieza el veganismo, acepto mi destino») y, por supuesto, está el dato que sorprende, y que quizá —quizá— pudo ser mejor explotado: el hecho de que mezcla su avena de las mañanas con ají solo para sentir una sensación, aunque sea de dolor.

El bloque —limpio, claro, natural, directo— solo deja una duda. En el relato, ¿el personaje sufre de anosmia o parosmia? Porque mientras el primer trastorno se relaciona con la pérdida del gusto, el segundo tiene que ver con la distorsión sensorial de olores y sabores, a veces hasta llevar a percepciones desagradables. Ambas disfunciones se atribuyen a los contagios por covid-19.

El cuerpo humano se avería a velocidad sorprendente, pero solo lo notas cuando has perdido la salud. Miré con envidia a otras personas que comían con buen apetito, pero no parecían agradecidos, aunque estaban sanos.

Hoy en día, dado en cuenta que la comida es irrelevante para mí, podría convertirme en un gurú del ayuno o un artista del hambre como Franz Kafka y concentrarme sólo en asuntos espirituales.

Pero la falta de café me molestó.

Como persona de ciencia, me puse manos a la obra.

Compré limones frescos, clavo de olor, café de la calidad más fuerte conocida, canela, y aceite de eucalipto. Me paraba en la cocina por las mañanas, abría la tapa del frasco – uno por uno – y trataba de recordar. Según los mejores expertos, esto supuestamente podría despertar las vías neuronales, supuestamente recuerdos se podrían volver a su lugar.

Escuché el sonido familiar cuando la tapa del tarro de la canela se abrió. Lo puse justo en frente de mi nariz, pero ella no me obedecía. El recuerdo siempre volaba más lejos. Por un momento estuve a punto de atraparlo, pero se escurrió fuera de mi alcance, se desvaneció en una niebla.

Allí estaba en mi cocina, con el tarro de canela en la mano, recordando el pasado como los ancianos.

Así debe sentirse tener demencia.

El comentario

El inicio de este bloque, con referencias a los demás —y, por ende, al lector— («Miré con envidia a otras personas que comían con buen apetito, pero no parecían agradecidos, aunque estaban sanos»), propicia la complicidad con la situación de la narradora, sobre todo entre aquellos que en algún momento se han contagiado con el coronavirus y han sufrido la pérdida olfativa. Y entonces, luego de la descripción de situaciones y escenas de contexto, la autora expone el nudo del texto —por nudo entendamos el conflicto principal, el de más peso, el que exige una resolución definitiva para que la historia sea una historia—: sus intentos por recuperar el recuerdo de los olores. Y así llega a lo que, a nuestro criterio, quizá sea la mejor elección para concluir un texto: dejar un final abierto. ¿Y por qué? Por varias razones. En principio, porque así juega con el lector, lo introduce a la narración y lo reta a que elija lo que considere su mejor opción. Pero, por otro lado, evita darle un matiz sentimental a la resolución del conflicto. Si el intento de abrir frascos hubiera funcionado, el texto habría perdido relevancia y de pronto se hubiese convertido en una especie de consejo-que-debes-seguir-para-recuperar-los-sabores; y si el intento hubiera sido infructuoso, habría dejado una sensación de pérdida irrevocable e incluso de lástima o conmiseración. Y, finalmente, porque con un cierre abierto la autora se permite algo magistral y sorpresivo: dar un salto enorme, salir de la autoreferencialidad y finalizar de una manera inesperada e impredecible. «Así debe sentirse tener demencia» es pasar a otro de los grandes males de la humanidad, ese con el que uno se va olvidando de sí mismo y los recuerdos ya no tienen sentido: una enfermedad con repercusiones casi filosóficas.

Ese fue el último bloque a analizar. Los invitamos a que ingresen al texto completo (el link está al inicio de esta página) para que puedan leer la versión original sin pausas.

No olviden que siempre pueden enviar sus publicaciones de ficción y no ficción para someter sus primeros párrafos a este breve ejercicio de edición. El correo de recepción de sus textos es noticias@cdeyc.com. Pueden enviarlos con sus nombres propios o seudónimos. Nuevamente, están todos invitados a participar, sea cual sea la edad y profesión.

Muchas gracias por la confianza.

Revisa el ejercicio anterior: https://cdeyc.com/la-cocinita-1/

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