En el marco de los 126 años del nacimiento del escritor argentino Jorge Luis Borges, les dejamos la transcripción de la presentación que realizó Marcela Robles, poeta y periodista, sobre el ensayo Borges: Novelista virtual, del ensayista piurano Miguel Gutiérrez.
Por Marcela Robles
Traigo algunas ideas anotadas después de pasar un par de semanas con Borges y Miguel Gutiérrez en la cabeza. Espero que en algún momento ambos me permitan articular algunas palabras propias en lugar de las suyas, que son inminentemente maravillosas.
Este rescate literario —respecto a Borges: Novelista virtual— merece seguir adelante para no olvidar a Miguel Gutiérrez, escritor piurano extraordinario que nos trajo una de las palabras más increíbles y estimulantes de la literatura peruana.
En lo personal, este ensayo me ha servido, entre muchas otras cosas, para reencontrarme con Borges a través de relecturas que siempre descubren algo nuevo de nuestros autores favoritos; sobre todo en esta época en que la hondura, la sabiduría y el riesgo parecen haberse desvanecido. Esperemos que temporalmente, porque salvo honrosas excepciones, que por supuesto las hay, lo superficial, lo meramente descriptivo, lo insustancial parecen haber tomado el lugar de la reflexión y la originalidad en la literatura actual. Así que este reencuentro con Borges se lo debo a Miguel Gutiérrez y a su clara y deslumbrante prosa. Les recomiendo encarecidamente que lean este bello libro, porque es de lectura imprescindible.

He tomado nota de las reflexiones, ideas, emociones y asociaciones, que es lo que hace de alguna manera Miguel, porque cruza a Borges con absolutamente todo. Y, ¡por Dios!, atreverse a decir que Borges si bien no escribió novelas fue prácticamente el precursor de la novela latinoamericana, pues equivale a algo tan temerario como aventarse de un precipicio. Sin embargo, creo que consiguió su objetivo.
Lo fascinante de los buenos escritores es que al descubrirnos su universo nos remiten a grandes temas y descubrimientos que trascienden, y esto es importantísimo para todo escritor: que trascienden incluso a los protagonistas o temas principales de sus historias. Esa mirada abarcadora que va más allá de su propia percepción y que generosamente —con muchísima sabiduría— nos cuestiona, nos alimenta, nos incomoda y nos fascina, pero sobre todo nos eleva. Precisamente para no quedarse solo en la superficie o en lo meramente anecdótico. Escritores que no se jactan ni se complacen consciente o inconscientemente de sus capacidades, dejando a la vez un margen para nuestro propio juicio y, sobre todo, dando rienda suelta a tres cosas fundamentales: la imaginación, la curiosidad y el asombro. Tres condiciones que, a pesar del apocalipsis que vivimos, nos mantienen vivos e interesados. Como dice el dicho: «Es mucho mejor estar interesados, que ser interesante».

Gutiérrez, en el prólogo la colección que tituló Biblioteca para el siglo XXI, afirma que en su doble condición de lector impenitente de ficciones sigue siendo un autor que aún no ha perdido la esperanza de escribir una buena novela. Imagínense, esto lo escribió Gutiérrez en 1999 y se publicó en el 2000 si no me equivoco. Es decir, nueve años después de publicar La violencia del tiempo. Solo le queda la esperanza de escribir una buena novela. Entonces me preguntó yo: ¿Qué será de nosotros, pobres mortales, tratando de escribir algo decente cuando él se sentía inseguro de la obra magistral que había escrito?
Y esto demuestra una vez más que casi todos los escritores padecen de alguna u otra manera del famoso síndrome del impostor: esa inseguridad que hace dudar de su potencial hasta a los más notables de la tribu, evidentemente. Me acuerdo, por ejemplo, de una carta famosa y hermosísima de Ernest Hemingway, publicada en Cartas memorables, que le escribe a su amigo Scott Fitzgerald, nada menos. Fitzgerald, que ya había publicado El gran Gatsby en ese entonces, le manda el borrador de la primera copia de Tender is the night, Tierna es la noche —prefiero Tierna es la noche, que Suave es la noche, como lo traducen algunos—y Hemingway lo destroza. Eran muy amigos y, por supuesto, Hemingway lo critica con cariño, con respeto y de alguna manera, con delicadeza, pero fue sumamente crítico. Hablando del síndrome del impostor, si Scott Fitzgerald dudaba de su talento, entonces, como repito, mejor nos dedicamos a la repostería; pero Hemingway le dice: «Scott, estoy completamente seguro de que tú en este momento ya eres capaz de cualquier cosa. Tú puedes escribir lo que quieras en este momento. Tú puedes hacer lo que quieras con tu literatura. Entonces déjate de tonterías y de rodeos y ponte a escribir». Por supuesto, nueve años le tomó a Fitzgerald escribir Tierna es la noche. ¡Y miren lo que resultó!
En verdad, cuando a uno le piden una opinión sobre el trabajo que está realizando un amigo, que quizás esté escribiendo una novela, una debe ser honesto, porque los aplausos no sirven de nada, no hacen más que alimentar un ego que no sirve para nada. Sería bueno aprender esa lección memorable que nos dio Hemingway.
No sé si Borges tenía aquel síndrome. Pienso que no, porque cuando la gente menciona a Borges parece que les salieran plumas de la cabeza. Pero hay que aprender a desacralizar a los clásicos, a nuestros autores favoritos y a los grandes escritores. Hay que aprender a bajarlos a tierra y hacerlos más cercanos a nosotros. Pero lo que sí sé —dicho por el mismo en sus entrevistas, que son una delicia— es que era sumamente crítico de sí mismo y de su escritura. Ustedes lo deben saber. Incluso escribió varios libros que decidió no publicar porque le parecían insuficientes, o que consideraba no debían llegar a los lectores porque no merecían la pena. Era un genio. Excepto, naturalmente por algunos desubicados que van por el mundo sin rumbo buscando los aplausos y la gloria, el éxito es efímero, pero no les haremos ningún caso.
Gutiérrez dice en este maravilloso libro Borges: Novelista virtual que no tiene un carácter académico ni erudito, sino hedonístico, personal y desacralizado; aunque sin detrimento del necesario rigor que la lectura de un texto literario exige, lo siguiente: «Mis clásicos, los he circunscrito al área de occidente del cual de una u otra manera forma parte Latinoamérica. El objetivo que me he propuesto es ofrecer a los lectores una introducción relativamente completa de la novela de este siglo que culmina, pero que a la vez implique un balance y una apertura y proyección a los años iniciales del siglo XXI». Vaya tarea la que se impuso nuestro querido Miguel, piurano de pura cepa, que representa emblemáticamente la literatura regional de nuestro país a los que todos deberíamos volver y no olvidar nunca.
Este libro no solo trasciende fronteras, sino que se convierte en una especie de guía indispensable para recorrer no solo literatura borgeana, sino a todos los escritores influenciados por ella. Y, además, por la cantidad de información minuciosa y extensa contenida en los anexos —que prácticamente son un libro aparte— es un gran instrumento de consulta en cualquier biblioteca. No exagero al decir que los apéndices parecen la enciclopedia británica.
Por supuesto, no podemos dejar de escuchar las palabras de Borges. Atribuyo sus grandes libros a la labor de comunidades, a personajes de los mismos libros, a dioses, a héroes o simplemente al tiempo. Una de las principales obsesiones borgianas es el tiempo. Tales atribuciones son, por supuesto, meras evasiones o juegos, no así la última.
Nadie puede condenar una antología que sea mucho más que un museo de sus simpatías y diferencias, pero el tiempo acaba por evitarlas. Espero que esta especie de antología que Miguel trataba de armar el tiempo la recuerde eternamente. Lo que un hombre no puede hacer, las generaciones lo hacen. Los infolios de Calderón dejan de abrumarnos y perduran; nueve o diez páginas de Coleridge, uno de los poetas favoritos de Borges, borran la gloriosa obra de Byron y el resto de la obra de Coleridge. No hay antología cronológica que no empiece bien y no acabe mal. El tiempo ha compilado el principio y el doctor Marcelino Menéndez y Pelayo el fin. En breve, sigue Borges, la cifra de mis años será setenta. El tiempo, cuya perspicacia crítica he ponderado, en recordar dos textos: «Fundación mítica de Buenos Aires» y «Hombre de la esquina rosada». Que curioso que él mencione este cuento. Si los he incluido aquí, dice Borges, es porque los espera el lector. Lo cual refleja el respeto que Borges tenía por sus lectores.
Quién sabe, añade, qué virtud oscura habrá en ellos. Naturalmente prefiero ser juzgado por —y nombra sus cuentos— «Límites», «La intrusa», «El golem» o «Junín». Sospecho que un autor debe intervenir lo menos posible en la elaboración de su obra, fundamental. Debe de tratar de ser un amanuense del espíritu o de la musa, ambas palabras son sinónimas, no de sus opiniones, que son lo más superficial que hay en él. Así lo entendió Rudyard Kipling, el más ilustre de los escritores comprometidos. A un escritor, decía Kipling, le está dado inventar una fábula, pero no la moralidad de esa fábula. Ojalá las páginas que he elegido prosigan su intrincado destino en la conciencia del lector. Mis temas habituales están en ellos: la perplejidad metafísica, los muertos que perduran en mi memoria, la germanística, el lenguaje, la patria, la paradójica suerte de los poetas.















