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Cristóbal Balbontín: «Para que una revuelta sea exitosa no bastan los hechos, hacen falta los conceptos».

Entrevista de Talía Chang

El 14 octubre del 2019, un grupo de estudiantes sorprendió al mundo cuando saltaron en cargamontón las vallas de los metros de Santiago de Chile. Este hecho, al parecer aislado, desencadenó una serie de protestas diarias que empezaron a reclamar lo mismo: condiciones de vida más dignas en un país que aparentaba mucha solvencia económica y era un ejemplo para América Latina. A raíz de este quiebre, varios grupos de intelectuales buscaron comprender el movimiento social brindando un contexto y un marco teórico como una forma de canalizar el malestar hacia solicitudes más concretas. Hubo publicaciones desde todas las áreas de la academia y el conocimiento; entre ellas surgió Evadir. La filosofía piensa la revuelta de octubre 2019 (Libros del Amanecer, 2020). Cristóbal Balbontín, uno de los editores, explica las claves para leer esta serie de ensayos que demuestran hasta dónde pueden llegar las ciencias humanas: volverse una correspondencia teórica y un canal para comprender los acontecimientos que se dan a los alrededores y todos los días.   

¿Cómo surgió la idea de publicar Evadir?

Fue un acontecimiento sorpresivo e inesperado, tanto como la revuelta que ocurrió en Chile en octubre de 2019. Sorpresivo, sí; pero enteramente inesperado, no. Las causas de la revuelta ya habían sido diagnosticadas por investigadores y académicos en Chile. Nadie anticipó de manera precisa cuándo y cómo, pero había un proceso de descomposición que estaba en curso. 

Durante la misma semana de los acontecimientos se iba a dar el VI Congreso Nacional de Filosofía, que organiza la Asociación Chilena de Filosofía. Nos reunimos en un pueblo al sur del país, y cuando llegó el evento ya se habían desencadenado los acontecimientos; la forma en la que se produjeron perturbó profundamente a la comunidad filosófica. Concretamente, se trató primero de una reacción, de una movilización social espontánea. Los primeros días estuvieron marcados por fuertes hechos de violencia, de incendios, de protestas, de una crisis cargada de ira, frustración, desencanto. Todos estos acontecimientos fueron de contestación al poder establecido, pero eran simplemente sobre el terreno de los hechos y no sobre un terreno discursivo, por decirlo de una manera. Por lo tanto, la primera impresión que tuvimos nosotros cuando nos reunimos con Ricardo Salas —el compilador del texto— y otros presentes esa noche fue de estar frente a una revuelta inorgánica que carecía de cualquier aparato de conducción, sin partido político, que no tenía cabeza. De la misma manera, carecía de un soporte argumentativo, teórico, sobre el cual levantar aspiraciones legítimas. Nosotros advertimos una oportunidad —histórica e inédita— para finalmente catalizar un cambio en el orden establecido; al mismo tiempo, sentimos el peligro de que ese cambio no se cristalizara en reformas concretas a las instituciones por la falta de un discurso bien estructurado que organice esas reivindicaciones legítimas  con una narrativa que fuese más allá de la sola expresión de malestar. Para que una revuelta sea exitosa no bastan los hechos, hacen falta los conceptos, y ambos tienen que reunirse para que esa revuelta implique una transformación de las instituciones. 

Esa conversación fue crítica aquella noche del 23 de octubre. La filosofía tiene una vocación pública en tanto filosofía, tanto en su matriz de lectura como en su forma de abordar los acontecimientos. Tiene una responsabilidad pública de asumir una palabra de aliento para acompañar el movimiento social, que en ese momento era muy solitario y no lograba llegar más allá en ninguna reivindicación concreta. 

Esa fue la génesis del libro. Se tomó la decisión de llevarlo a cabo el 23 de octubre y se trabajó de forma tan rápida que, un mes más tarde, para fines de noviembre, ya estaban todos los textos completos, y el primer ejemplar ya había sido publicado el 15 de enero; prácticamente, en un plazo de dos meses. La idea original era publicarlo a finales de diciembre, pero el nivel de irrupción social fue tan grande que la imprenta no pudo responder a nuestros requerimientos de tiempo. 

Puedo notar, con respecto a las fechas, que la escritura del libro se dio de forma paralela a lo que estaba ocurriendo. 

Fue bastante paralela. Lo que hicimos, en buena medida, fue acompañar los acontecimientos. El libro está estructurado con un orden cronológico. Los 56 ensayos fueron anticipados por una cronología de los hechos, y cada uno va acompañado de una fecha a la que corresponde la redacción de ese texto, porque los acontecimientos iban cambiando precipitadamente. El libro buscó, en las reflexiones de sus autores, acompañar la secuencia de acontecimientos con ellas. 

¿Quiénes participaron en la compilación y revisión del libro? ¿Cómo se compone y organiza el libro?

Los compiladores fuimos Ricardo Salas y yo, ambos somos profesores de filosofía y trabajamos regularmente juntos. También hubo un comité editorial con quien se discutieron las decisiones estratégicas que se fueron tomando a lo largo del desarrollo del libro. Este comité estuvo compuesto por Pablo Aguayo, Valentina Bulo, Iván Canales, Ricardo Espinoza Lolas, Pablo Pulgar, Rodrigo Pulgar, Mario Samaniego y Raúl Villarroel. Es un grupo heteróclito de filósofos, no todos corresponden a una misma escuela de pensamiento ni a una institución que los albergue, todos son de distintas universidades, los une la filosofía y un compromiso con los acontecimientos. Ellos jugaron un rol protagónico, fueron decisivos para que el libro cumpliese su misión. 

En cuanto a la organización de los textos, es importante destacar que no tienen unidad teórica, están en distintos registros y se apoyan en diferentes registros teóricos para introducir sus claves de lectura. Uno puede encontrar distintos ejercicios que se acercan a la filosofía analítica, otros a la filosofía antigua, otros basados en la filosofía estructuralista, o en la filosofía posestructuralista, teoría crítica, otros en un marxismo más ortodoxo, otros menos,  en la teoría de la justicia, como la de John Rawls, para abordar el mismo fenómeno. Los reúne el hecho de ser todos ejercicios de filosofía aplicados al mismo acontecimiento, así como la tarea de resaltar aspectos distintos de este. Si hubiera que decidirse por algún tipo de línea que reuniese todos los textos, sería la cronológica. Los textos se estructuran en torno a una secuencia de línea de tiempo de los acontecimientos a los cuales ellos responden. No obstante, la filosofía tiene tiempos y piensa con una distancia sobre los procesos sociales e históricos de forma distinta que las ciencias sociales o el derecho. Asimismo, el esfuerzo es intentar pensar el acontecimiento a partir de las premisas de una especie de crisis del pensamiento metafísico, así como de ciertos defectos en la forma de organizar el saber, que explican de manera larvada un malestar de la cultura con la forma que han adquirido las sociedades políticas en nuestro mundo contemporáneo. Todo ello anunciaba, de forma negativa, esta expresión de malestar y esta movilización. Ahora se anuncian cambios profundos, nuevas formas de convivencia que aún no se han formalizado y son parte del nuevo proceso constituyente. 

¿Este libro se basó más en el acontecimiento en sí o en la filosofía?

La filosofía va llevando a cabo un proceso de reflexión. Pero el pensamiento no solo pone en cuestión el orden establecido o piensa en torno a él, sino que tiene cierta eficacia plástica sobre la realidad, se imprime en la realidad. Esta cuestión la resume bastante bien Hegel al decir que lo racional es real o efectivo, y lo efectivo es racional. No es posible divorciar los hechos de la interpretación de los hechos, de la comprensión que tenemos de ellos. Por lo tanto, es cierto que hay algo que escapa al acontecimiento mismo de la revuelta y que proviene del ejercicio del pensamiento filosófico y de su devenir; pero no es menos verdadero que el acontecimiento en sí plasma y les da eficacia a ciertas claves teóricas e hipótesis que venían movilizando el pensamiento. Por lo tanto, existe esa doble correspondencia: al mismo tiempo que el acontecimiento ocurre, él inicia, inaugura o estimula una nueva necesidad de pensarlo. 

Debido a que se ha publicado muy cerca del acontecimiento —porque se publicó en enero—, ¿usted considera que por ello es necesario revisitar el texto en algún futuro?

No. En primer lugar, porque ya es un documento histórico. La palabra que está es aquella de quien vive el momento en que se plasman las impresiones en tiempo real, envueltos en el fragor de los hechos. Eso, de por sí, tiene cierto valor histórico. Hay muchos documentos que son retrospectivos, pero hay pocos que hayan reflexionado en el calor del acontecimiento mismo. Yo creo que ese es un primer mérito sobre el cual no existe una posibilidad de revisión.

La segunda cuestión es el documento en sí, porque tenía una especie de propósito programático de acompañar; una toma de posición discursiva por parte del movimiento social. Eso cuesta evaluarlo. El movimiento social hizo suyos ciertos conceptos que no se producen acá, sino que ya venía trabajando la academia y el mundo universitario con cierta anticipación. Por lo menos unos cinco o diez años antes se venía discutiendo ciertos déficits democráticos de nuestras instituciones, de nuestro establishment político; una cierta dificultad para reformar democráticamente nuestras instituciones, fruto de ciertas dificultades constitucionales. También se venía discutiendo la pertinencia de una nueva constitución, esa discusión académica había logrado penetrar en el mundo político y había formado parte del programa de gobierno de Michelle Bachelet, que paradójicamente no llegó a puerto, pero presagiaba algo. Y finalmente, en el mundo académico se estaba discutiendo con anterioridad la pertinencia de una Asamblea Constituyente como forma de participación política para deliberar en sociedad la forma más directa y participativa posible en torno a las expectativas de vida en común y a las reglas fundamentales que debían organizar nuestra vida en sociedad. Esos elementos ya se encontraban trabajados científicamente en el terreno teórico por la academia y por el mundo universitario, y de alguna manera lograron ser incorporados por el movimiento social y levantados de una manera discursiva. Estas dos cosas juntas —los hechos unidos a un cierto pensamiento, a una cierta narrativa—, lograron configurar la fuerza de este hecho social que finalmente permitió al movimiento popular a forzar un proceso constituyente e imponer una agenda a la élite política. 

Por lo tanto, yo pienso que no habría que revisarlo. Si existe una cierta pertinencia para la palabra filosófica, me da la impresión que es para advertir ciertos llamados de alerta ante ciertas dificultades y carencias que no están siendo abordadas adecuadamente por ese proceso constituyente. A mí me parece que la filosofía podría tener la oportunidad de un Evadir 2;  esa posibilidad se está incubando desde el momento que la cuestión se ha desplazado al terreno jurídico, aunque no estoy convencido que se esté logrando captar todas las sutilezas de las experiencias situadas de injusticia. La filosofía, en toda esa puesta en cuestión del estado actual de las cosas, podría tener un lugar pertinente, una intervención oportuna. 

Y esto no solo sería para criticar lo que quedó o no quedó en la nueva constitución. Por la forma en que se han decantado los acontecimientos, ya había ciertos elementos que son insatisfactorios. La filosofía, y sobre todo la filosofía social, puede encontrar un espacio de reflexión para hacer luz sobre eso. 

Estos hechos venían por cuestiones que datan desde hace mucho tiempo, no solo desde el fin de la dictadura. 

Me gustaría complementar tus palabras con lo siguiente: uno podría atribuir la revuelta social y el proceso constituyente a una génesis imperfecta de la constitución por haber nacido en dictadura, por haber sido sancionada en un plebiscito que carecía de todas las garantías y los cerrojos que afectaron la posibilidad de reformarla democráticamente. Esta es la lectura que hacen los juristas. Pero me parece que esta es una lectura insuficiente. El malestar no solo pasa por un problema normativo en la génesis de la institución, sino que llega a un nivel más profundo, y tiene que ver con el neoliberalismo en la sociedad. Hay algo que va más allá de la destrucción de un sistema de derechos y servicios públicos sobre bienes públicos, tales como la educación, la salud, las pensiones y su traspaso a un sistema privado para la asignación de estos recursos y no de provisión estatal. El neoliberalismo y la expansión del capitalismo colonizan ―por usar términos habermasianos―, de una manera tan radical, la vida humana y la vida en sociedad que comienza a producir una descomposición dentro de ella misma. Afectan la moral social generando una destrucción del sentido común, de las distintas formas de organización colectiva y las instituciones, a través de cierta atomización de la sociedad en individuos sin capacidad de pertenencia social o de pensar en cierto sentido de interés general, con una preeminencia  de su puro interés y provecho individual. Este individualismo metodológico hace lentamente una erosión de la vida en sociedad y de las instituciones, comienza a hacerse un proceso de descomposición social. Esto va operando en el neoliberalismo de una manera silenciosa, y de ese modo ocurrió en Chile. Así se explica la génesis de procesos de corrupción de la política; cosa que no se había visto antes en un país que tiende más a la transparencia y era ajeno a los procesos de corrupción que otros países americanos han conocido históricamente. Comienza a aparecer con el tráfico de influencias en las Fuerzas Armadas, en la corrupción de carabineros, en los abusos al interior de la Iglesia,  una institución muy importante en nuestra sociedad. Estos agentes socializadores comienzan a entrar en crisis de forma acelerada: la Iglesia, la escuela, el Estado, la política, la vida en sociedad y el aumento de la violencia en su interior; todo es reflejo de la descomposición social en individuos que no tienen sentido de pertenencia ni sentido de lealtad común. 

Que haya ocurrido la revuelta popular fue una cuestión no menos extraordinaria, porque implica cierta capacidad de agenciamiento político con un sentido de pertenencia común que volvió a aparecer con la recuperación de la palabra pueblo durante los acontecimientos. El rescate de este sentido democrático, que la soberanía radique en el pueblo y que este pueda autoconvocarse como poder constituyente para establecer democráticamente los términos fundamentales de la vida en común es algo que no deja de ser sorprendente, considerando la destrucción progresiva que se había producido sobre las instituciones que organizan, fortalecen y estructuran el tejido de la sociedad. Esto también está en el libro, está sobre la mesa y es una clave de lectura que va más allá. Es mucho más profundo, a nivel de la sensibilidad de las personas, que la clave de lectura puramente normativa en torno a las instituciones. 

Finalmente, se han publicado diversos libros desde múltiples ángulos sobre la revuelta social. La aparición de todas estas publicaciones, ¿podría verse, en parte, como una tendencia editorial, o como algo más?

Yo observo con mucha satisfacción que actualmente ha sido posible organizarse y nutrirse con formas de saber que tienen una fuente distinta a las formas hegemónicas del saber instituido, en especial con la generación joven. Durante mucho tiempo en Chile hubo una sensación de que todas ellas estaban monopolizadas por la clase dominante: aquella que controlaba la prensa, los medios de comunicación, el discurso académico al interior de las universidades; en resumen, que controlaba las distintas formas de conocimiento. Durante mucho tiempo hubo la sensación de no existir un espacio para un saber contrahegemónico. Ahora, con sorpresa, noto que en la última década se ha ido articulando, cada vez con más fuerza, la producción de conocimiento en una prensa de oposición, independiente o disidente; en producciones literarias y editoriales disidentes; en una presencia cada vez más fuerte en las universidades de una diversidad teórica que permite elaboraciones teóricas disidentes de los saberes establecidos o al menos de las formas de discursos oficiales. La revolución de los medios de comunicación con las nuevas tecnologías también ha ayudado mucho a este proceso. La irrupción de los dispositivos tecnológicos ―esto es interesante porque uno suele pensar lo contrario con autores como Foucault― facilitaron la circulación de alternativas contrahegemónicas del saber que han alimentado formas de contestación; permitieron la configuración de un pensamiento contrahegemónico a partir del cual nuevas formas de organización política y social se levantaron. El rol de las nuevas tecnologías en Chile para la revuelta social fue importante, como el que cumplió Facebook para que la gente se reúna. La profundización del acceso a las nuevas tecnologías por parte de la sociedad y la utilización estratégica es un capítulo que no está desarrollado en el libro, pero me parece interesante explorarlo. Esto no corresponde solo a Chile, sino también se puede ver en la Primavera árabe del 2010, o la revuelta de los chalecos amarillos en Francia. Así que no, yo me resistiría a creer que esto es algo pasajero. Estas distintas recopilaciones estéticas, de performance, artísticas, teóricas, corresponden a un nuevo espacio contrahegemónico que ha ido llegando a Chile y me parece tremendamente saludable. En cierto modo puede ser una tendencia, pero no produciría ningún efecto sobre la realidad si no fuera acompañado por un malestar social que existe. Esas formas de expresión teóricas y artísticas se encuentran con formas de malestar que existen en la sociedad pero estaban larvadas. El resultado del plebiscito con un 80% a favor del apruebo para dar paso al nuevo proceso constituyente habla, en el fondo, de una gran mayoría que estaba completamente invisibilizada en su experiencia de vulnerabilidad frente al discurso dominante que mencionaba solamente los éxitos del modelo chileno. Finalmente, ese discurso representaba a una minoría que es la élite dominante.

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