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¿Libertad para los libres?

Escribe Ricardo Meinhold

Cuando logramos adquirir sistemas democráticos de gobierno, fuimos rápidamente conscientes de que estos conllevan una gran cantidad de nuevos problemas debido a la naturaleza humana de buscar siempre la libertad y la mejor calidad de vida posible.

Desde que vi en la televisión, en mi adolescencia, un documental sobre Hugh Hefner, supe que quería, algún día, convertirme en editor. Hasta entonces las revistas eran, al menos para mí, una ventana de escape ―no una puerta― porque desde aquella podía observar otro mundo. O al menos uno diferente al mío. ¿Cómo? Gracias a que todo en ella parecía estar organizado para contarte una historia: bellas o descarnadas imágenes, a color o en blanco y negro, historias reales o imaginarias, opiniones a favor o en contra, ilustraciones que te hacían reír o pensar; también la publicidad en sus páginas que aparecía siempre mostrando algo novedoso, y donde muchas veces encontrabas a tu actor favorito. No puedo olvidar a Michael Landon, protagonista de La familia Ingalls, siempre sonriente con la última cámara Kodak en sus manos: acaso por arte de magia todo, absolutamente todo, parecía encajar en su lugar.

Pero fue aquella biografía la que me mostró que no había magia sino una mente detrás de todo esto. Una suerte de director de orquesta que en las publicaciones periódicas más logradas dejaba su impronta, su visión, su personalidad; ni más ni menos que un director de cine o un escritor. Porque Playboy fue mucho más que una revista para hombres que mostraba bellas mujeres como Dios las trajo al mundo ―un acto de rebeldía para la época―, también fue una tribuna desde donde Hefner pudo criticar a lo que andaba mal por aquellos años, los cincuenta y sesenta: racismo y discriminación, violencia política e intolerancia, y en cambio proponía una visión hedonista y sofisticada de la realidad, elevando al individuo sobre la sociedad, donde el placer era un derecho para todos, y oponiéndose a todo poder, sobre todo aquel que creyendo ser dueño de la verdad la impone en nombre de una igualdad ficticia a todo el que está a su alcance. Una igualdad que justifica incluso la violencia.

Dejo para otra columna la fascinante y contradictoria vida de este personaje, fundamental para entender parte de la historia del siglo XX y cuya influencia en el mundo editorial aún persiste. Solo quiero hacer notar cómo aquella posición, me parece, ha ido perdiendo espacio e influencia en la actualidad (fenómeno que ha ocurrido también con otros intelectuales y líderes de opinión dicha sea la verdad), absorbida por lo que se conoce eufemísticamente como «la civilización del espectáculo» y dejando al ciudadano común sin referentes sólidos para poder defenderse, guiarse, tomar partido, estar en desacuerdo o simplemente informarse.

Estamos viviendo una época en donde el espíritu del colectivismo parece haber asaltado nuevamente a América Latina con más fuerza que antes, confundida en el discurso de los nuevos líderes políticos, y que una vez más pone sobre el tapete el eterno dilema de la igualdad y la libertad, donde se confunden siempre las buenas intenciones con la demagogia más barata.

Aunque la historia lo prueba una y otra vez ―desde la Revolución francesa hasta la Revolución rusa―, parece que muchas ideólogos e intelectuales contemporáneos (la mayoría sin duda bien intencionados) no aceptan que los hombres no pueden ser iguales y a la vez libres. Y es que la igualdad no existe por una razón: las aspiraciones humanas. Aunque condicionadas por la voluntad individual y las restricciones de cada época, hay motivaciones que no son explicables por ninguna ciencia social y tienen que ver más con el inconsciente (y no solo en términos freudianos) que cada persona única trae bajo el brazo: sus talentos, fortalezas, debilidades, complejos, prejuicios, contradicciones y un largo etcétera. La única manera de que los seres humanos se consideren iguales sería forzando su libertad individual en aras de una igualdad artificial. ¿Y quién debería establecer y cuidar esta igualdad? El Estado. Pero ¿el Estado no está acaso conformado también por personas que son diferentes? Este es el talón de Aquiles de las sociedades igualitarias, que explica gran parte del totalitarismo del siglo XX.

Es difícil romper este paradigma, justamente porque en las sociedades libres las desigualdades son inevitables precisamente por las aspiraciones que nos diferencian. Para no degenerar a una sociedad darwiniana, las naciones que han logrado reducir estas desigualdades sin sacrificar la libertad son aquellas que practican la tolerancia: respeto íntegro hacia el otro, a sus ideas, prácticas o creencias, independientemente de que choquen o sean diferentes a las nuestras. Sé que resulta esquemática esta explicación, pero es por mi torpeza, no por mi intención.

Pero creo que cualquier ideología que defienda aquel modelo totalitario ―sea de izquierda o de derecha― debe ser combatido sin contemplaciones, oponiendo la tolerancia y la soberanía individual. Eso es lo primero. A partir de allí se pueden discutir (y criticar) los diferentes caminos para acercarnos lo mejor posible a aquella sociedad ideal que todos aspiramos, aunque sea inalcanzable porque depende del barro humano.

Para ello hay que entender que la responsabilidad de nuestro destino depende de nosotros, no del estado; y esa responsabilidad solo surge cuando hay libertad de escoger. Para no olvidarlo bien vale la pena recuperar aquel espíritu crítico que practicó Hugh Hefner desde su revista, recordando que la labor del editor, además de crear contenidos que nos informen, nos hagan pensar o simplemente nos diviertan, debe también criticar cualquier tipo de poder ―todo poder―, y recordarle sus límites.


Ricardo Meinhold Gálvez nació en Lima en 1971. Es editor y escritor. Ha colaborado para revistas como SOHO Perú y URL, Una revista de libros. Ha sido editor de la revista Beppo de la Escuela de Edición de Lima. Es especialista en finanzas y considera la edición como una manera de influir, para bien, pero sobre todo para mal, en la sociedad.

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