Los libros son una extensión de nosotros mismos. Desde el momento que los adquirimos hasta que llegan a nuestros estantes, van escribiendo parte de la historia de nuestras vidas y nos acompañan en momentos clave. Sin embargo, ¿qué sucede cuando dejamos este mundo?, ¿quién los rescata del olvido?
Escribe: Ricardo Meinhold
Hasta donde recuerdo, la tarde dominical siempre me ha disgustado. Incluso ahora. Un malestar emocional —también físico— me sobrecoge. Cuando un domingo cualquiera aquella desazón viene acompañada de mal humor, sé que es hora de salir a caminar —no importa dónde me encuentre— en busca de la primera ayuda espiritual a mi alcance. Un sándwich kilométrico con mucha mayonesa, una coca cola bien helada —se me escapó la publicidad—, un caliente y aromático café pasado, o unos makis de lomo saltado. Sin embargo, por salud he debido resignarme solo a un sándwich de pollo libre de salsas, una infusión de muña o un queque de zanahoria. Nada desdeñables, por supuesto. Todas excusas, al fin y al cabo, para continuar en la búsqueda del verdadero antídoto: una librería.
La encontré rápidamente hace un par de domingos —justo después de una de las crisis que acabo de describir— en plena venta de saldos. Costumbre que muchas librerías peruanas practican para limpiar sus estantes de libros viejos, pero en buen estado. Ediciones fuera de catálogo, ejemplares sobrantes, promesas incumplidas, elecciones equivocadas y un largo etcétera. Como estábamos aún en pandemia, los libros se ofrecían en el corredor abierto, espacioso y seguro de un centro comercial. Me senté un instante. Fue educativo observar todo aquel movimiento, el bullicio en torno a los anaqueles al aire libre. No me refiero a la cantidad de gente que frecuentaba estas ventas a granel —insignificantes si las comparamos con los Black Friday norteamericanos—, sino a todos los ejemplares elegidos por aquellos improvisados lectores. Obras que a precios normales jamás hubieran comprado.
Hace algún tiempo, en una conferencia sobre libros usados, la discusión entre el público —también me incluyo— y los expositores se centró en aquellos cuyo origen se encontraba en las bibliotecas privadas de muchos intelectuales nacionales. Sus libros eran vendidos en el mercado informal por sus familias con total desconocimiento —más bien desinterés— de los organismos culturales del Estado o la universidad privada; a diferencia de países como Argentina o México —para no ir más al norte— que sí consideran importante conservarlos.
Es común encontrar en las redes sociales libros publicitados como propiedad de tal escritor o escritora que —por su fama y no por su obra— se ofrecen a precios excesivos para muchos o justificados para otros. Leo estos anuncios y confieso que muchas veces he cedido a la tentación de comprarlos. No por el renombre de sus antiguos dueños —cosa que no me interesa en absoluto—, sino porque generalmente son títulos cuya traducción, tema o autor son difícilmente hallables aún en el ciberespacio. No puedo dejar de pensar en la ilusión con la que esas personas fueron construyendo sus bibliotecas, historia tras historia, libro tras libro. Creando con ellos —muchos sin siquiera saberlo— su biografía paralela que, a la vez que los reflejaba, los expresaba. Seguros de que sus libros los sobrevivirían, sin adivinar que por razones nobles o innobles terminarían siendo separados, destruidos o vendidos. Como aquellos, los ejemplares seleccionados para estas ventas de garage deben salir rápidamente para hacer espacio a los títulos nuevos. Para estos libros, las ferias de descuentos son su última oportunidad antes de terminar en algún almacén, donación o reciclaje; pero nunca más a la mesa de novedades, o a los mostradores y vitrinas de una librería.
En la conferencia que menciono, se discutieron las razones de aquel trágico peregrinaje del libro usado: falta de dinero de las instituciones culturales, poca investigación de las universidades, olvido de las autoridades, desconocimiento generalizado o simple indiferencia. Todas evidentes y que tristemente confirman por qué seguimos siendo aún parte del tercer mundo.
Sin embargo, tal vez no todo está perdido para ellos. Gracias a las redes sociales y ferias del libro —permanentes como la que funciona en el jirón Amazonas del Cercado de Lima, temporales como la del distrito de Lince, o de saldos como la que visité — aquellos libros podrán llegar a las manos de «un último lector» que volverá a ser el primero.
Yo encontré en buenas condiciones un breve ensayo de la editorial Siruela sobre la biblia hebrea, escrito por el gran crítico inglés George Steiner. Otro sobre Geronimo Stilton, el ratón editor creado por la escritora italiana Elisabetta Dani en editorial Destino. Y finalmente, una novela que siempre andaba persiguiendo: Viva del escritor francés Patrick Deville, editada por Anagrama. Donde la presentación de uno de los personajes prometía como en las mejores historias: «A punto de cumplir los treinta, parece que tiene veinte; es frágil y de baja estatura. Sandino lleva atuendo de mecánico, con la llave inglesa en el bolsillo; comprueba que no le están siguiendo, se aleja de los diques rumbo al barrio de las cantinas, donde tiene lugar la reunión clandestina».
Espero que los libros de mi biblioteca terminen en las manos de mis hijos. En cualquier caso, deseo que quién sea que los hojee alguna vez, pueda experimentar una emoción parecida.
San Isidro, agosto de 2022
Ricardo Meinhold Gálvez nació en Lima en 1971. Es editor y escritor. Ha colaborado para revistas como SOHO Perú y URL, Una revista de libros. Ha sido editor de la revista Beppo de la Escuela de Edición de Lima. Es especialista en finanzas y considera la edición como una manera de influir, para bien, pero sobre todo para mal, en la sociedad.