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Una pasión no correspondida

I

Al tener un libro, revista u otro tipo de publicación debemos preguntarnos sobre el proceso y los agentes que están detrás. En esta primera parte, Ricardo Meinhold se centra en las revistas dentro del rubro editorial. Nos presenta cómo fue el contacto que tuvo con una publicación en particular y que lo motivó a ejercer la profesión de editor. Asimismo, hace un recuento de cómo ha evolucionado este trabajo con el paso de los años, y de las figuras que han ido apareciendo en la industria y que han impulsado a los futuros profesionales.      

Escribe: Ricardo Meinhold

A mediados de los años setenta, cuando mi hermano y yo éramos niños, papá se suscribió a la revista National Geographic. Fue una revelación: una ventana hacia un mundo maravilloso. A través de sus páginas, sobre todo gracias a las magníficas fotografías que mostraban —National Geographic Society trabajaba entonces con los mejores fotógrafos —conocimos personas de diferentes culturas, parajes maravillosos, lugares temibles,historias del pasado que habían marcado el presente, descubrimientos tecnológicos increíbles, personajes inolvidables y geografías cambiantes. Sus bien contadas historias nos atrapaban.

Algo que nos gustaba tanto como sus fotografías era la manera en que estaban diagramadas sus páginas, donde los textos acomodados a las fotos formaban un todo armonioso. Textos en inglés —aún no existía la versión en español— cuyos títulos, que traducíamos a medias ayudado por diccionarios, nos revelaban interesantes historias detrás de aquellos párrafos con letras de todos los tamaños. A mí, particularmente, me frustraba no entenderlos y, sin duda, esto afianzó mi deseo de aprender el idioma de Shakespeare.

Finalmente, otro de los atractivos de esta revista lo constituía cada página de publicidad que aparecía entre artículo y reportaje. Ahora entiendo que el mayor ingreso de las revistas proviene principalmente de publicitar productos; pero para mí se trataba únicamente de ese todo armonioso que acabo de describir. Porque aquella publicidad de buen gusto, a tono con la revista, también ponía a mi alcance un estilo de vida ideal —el de la gente con automóviles de ensueño, bebidas y comestibles que ni por asomo sabía que existían, marcas de productos que años después encontraría en las tiendas —que contrastaba con el nuestro, limitado por el gobierno de la dictadura militar.

Todo lo anterior estaba presentado en una plataforma hecha de suaves páginas, colores ideales, una medida de letra accesible e impreso en un tamaño perfecto que predisponía a leerlo, a verlo. Entonces, no hablamos solo de un objeto inerte, sino de un dispositivo cuyos mecanismos internos nos llevaban, como acabo de describir, a otras realidades cuyos escenarios cambiaban a cada vuelta de página.

Terminábamos la lectura y, luego de los comentarios de rigor con mi mamá —ella también era seducida por su contenido—, la vida continuaba. Pero siempre me quedaba rondando en la mente quién o quiénes eran los artífices de esa publicación. A diferencia del periódico que se leía en casa —el cual acababa en la noche irremediablemente como envoltorio de los desechos de la cocina—, la revista National Geographic parecía tener una vida aparte. Desde ese entonces —aunque sin tenerlo muy claro todavía—, debe haber nacido en mí el deseo de convertirme en uno de aquellos «artífices».

Lo descubrí muchos años después —cuando ya era un lector habitual de revistas y suplementos de periódicos— mediante un documental dedicado a Hugh Hefner, el mítico creador de la revista Playboy. Fue la primera vez que entendí que la mente creativa —el motor, el director de orquesta, cuyo oído decidía el orden de cada instrumento—, quien finalmente le proveía de personalidad a una publicación, se llamaba «editor». Hefner fue polémico por muchas cosas —y en estos tiempos de empoderamiento de la mujer aún más—, pero no se le puede negar que su visión cambió el mundo de las revistas para siempre. Le dio al editor un protagonismo, cuya posta tomaron editores de revistas como Esquire, The New Yorker, Rolling Stone o The Paris Review, quienes presentaban nuevos contenidos que contaban historias contemporáneas e influyeron en muchas generaciones de lectores. Aquí, se reflejó en revistas como Oiga y, sobre todo, Caretas, donde editores como Francisco Igartua y Enrique Zileri, respectivamente,estuvieron a la vanguardia de las publicaciones periódicas peruanas.

Era común hallar en muchas de aquellas revistas textos de literatura de diversos géneros. Sobre todo, extractos de novelas, cuentos y ensayos, así como reseñas sobre autores nuevos y clásicos. No era difícil encontrar en las décadas de los setenta y ochenta la mítica revista Reader’s Digest en cada casa de clase media limeña. En ella leí una breve crónica titulada «¿Qué es un gran libro?» de un autor entonces desconocido para mí, y que solo a comienzos de los años noventa influiría notablemente en mi vocación de escribidor: Mario Vargas Llosa.

Gran parte del contenido de aquel pequeño magazín eran resúmenes de novelas y best sellers americanos, cuyos autores habían cambiado para siempre la literatura moderna. Muchos de ellos fueron descubiertos por lectores con una intuición y visión de largo alcance, profesionales que lideraban las casas editoriales de entonces, y que —como no podía ser de otro modo— se llamaban también editores. No solo descubrían autores, sino que los pulían y los representaban profesionalizando el oficio de escritor. Más todavía, ayudaron a redescubrir autores nacionales y extranjeros, traduciendo a estos últimos. Con ello, ampliaron una oferta editorial de calidad que contribuyó a democratizar la cultura, llevándola a todo el mundo.

Ediciones de tapa dura o blanda, cartoné o de bolsillo no eran solo libros, sino algo más. Objetos bellos que, al igual que las revistas, compartían la excelencia de su contenido, su diagramación, sus páginas, sus diseños y sus portadas. La creatividad de estas últimas marcó la diferencia con otras publicaciones, que se volverían con los años la marca de fábrica de las casas editoriales hasta la actualidad.

Editores ahora clásicos como Maxwell Perkins y Roberto Calasso en Estados Unidos y Europa, respectivamente, o Victoria Ocampo en Argentina, abonaron la tierra que luego cosecharon muchos editores. Los mejores contenidos llegaron a las grandes mayorías, principalmente a la clase media.

Ahora, en plena crisis, todos estos recuerdos me vienen de golpe a la memoria pues fueron el origen de una pasión —no solo de una profesión— que actualmente practico: la edición. Pasión que, con tristeza, veo que va desapareciendo del espíritu de muchos de mis colegas, quienes con un respetable sentido práctico olvidan lo que alguna vez significó, sin duda,o debió significar también para ellos.

Ricardo Meinhold

San Isidro, octubre de 2022

Ricardo Meinhold Gálvez nació en Lima en 1971. Es editor y escritor. Ha colaborado para revistas como SOHO Perú y URL, una revista de libros. Ha sido editor de la revista Beppo de la Escuela de Edición de Lima. Es especialista en finanzas y considera la edición como una manera de influir, para bien, pero sobre todo para mal, en la sociedad.

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