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Veinte años sin (y con) Roberto Bolaño

El 15 de julio del 2003 partió uno de los más grandes narradores latinoamericanos contemporáneos. Considerado como sucesor de una tradición literaria iniciada por Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, la obra de Bolaño se erige como una de las más ambiciosas y mejor logradas de los últimos tiempos. Así lo recordamos a veinte años de su fallecimiento.

La leyenda de Roberto Bolaño guarda muchas historias. Por ejemplo, se dice que escribía con un pie en el sepulcro y otro en su estudio de Blanes, en la Costa Brava de Cataluña. Infatigable, escribía hasta tropezar con el amanecer. Y es que sabía que su enfermedad no le daría tregua: ni por ser un genio ni por ser un hombre preocupado por el futuro de su familia.

De no haber sido por esta obsesión literaria (a modo también de un grito de auxilio frente a un final inminente) su obra jamás hubiese tomado la forma que actualmente conocemos. De hecho, leer a Roberto Bolaño es una inmersión constante hacia el lecho más profundo de la literatura. Sino, recordemos 2666 o La literatura nazi en América.

Por ejemplo, Los detectives salvajes, más allá de ser su obra máxima, es una carta de amor hacia la literatura, la cumbre donde germinan cuentos y novelas, y en la que se complementan otras tantas. Si alguno se sorprendió por la técnica del universo interconectado en otros autores, Bolaño fue un adelantado a su tiempo. Por ejemplo, a partir de Los detectives salvajes se desprende la historia de Auxilio Lacouture en Amuleto, del último episodio de La literatura nazi en América parte Estrella Distante.

Pero, volvamos a los detectives. A través de Arturo Belano, alter ego del autor, y Ulises Lima (que no es más que el poeta mexicano Mario Santiago Papasquiaro, su mejor amigo) Bolaño narra la labor detectivesca de ambos tras el rastro de la poetisa Cesárea Tinajero y la derrota de toda una generación, quienes tienen aquí, por así decirlo, su fiesta de despedida.

Asimismo, gran parte de la novela narra las vivencias de Bolaño en México durante la década del setenta, como la formación y destrucción del movimiento «infrarrealista». Por otro lado, la historia expande el pensamiento de Bolaño sobre el quehacer literario y los planteamientos sobre esta, como una especie de filosofía que no llega a pontificar acerca de la literatura, sino que la toma para divertirse y entablar un juego en el que el lector debe concluir sus propias pistas (en esto, tal vez, encontremos un símil con Rayuela).

Si bien siempre se han tomado las novelas de Bolaño como gatilladores de su obra, no debemos olvidar sus cuentos. Quizás hayamos leído hasta el hartazgo la anécdota de «Sensini» y la amistad de Bolaño con el narrador argentino Antonio Di Benedetto (alter ego del protagonista de este relato), pero, tranquilos, aquí hay algunas perlas más preciosas aún.  

«Henry Simon Le Prince», segundo relato de su colección de cuentos Llamadas telefónicas, se burla de la existencia necesaria de los malos escritores, para que los así llamados genios puedan existir. De hecho, el protagonista del relato asume su condición de mal escritor y a través de sus acciones encumbra a otros sobre su propio trabajo. «Enrique Martín», también del mismo libro, es casi un cuento macabro, a modo de relato negro, en la que Bolaño deja entrever que de la literatura nadie escapa, cuando se ha asumido el rol de creador. Otro cuento, casi experimental pero divertidísimo, es «Una aventura literaria», en la que un escritor llamado B duda de las críticas hechas por un narrador A, quien ha elogiado su novela pese a que B lo satirizó en una historia suya.

A veinte años de la muerte de Roberto Bolaño, es preciso decir que le debemos un hígado, buenos momentos, buenas lecturas, buenos cuentos, buenas novelas. Le debemos la vida.

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