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¿Dos castellanos?

Luis Miguel Espejo, docente de la Escuela de Edición de Lima, hace una revisión minuciosa sobre las diferencias y coincidencias entre el lenguaje oral y escrito, puntos importantes para quienes gustan de la escritura y la buena redacción.

En los cursos que dicto en la Escuela de Edición de Lima, especialmente los relativos a la redacción, siempre hay un espacio reservado a las diferencias y coincidencias entre el castellano oral y el escrito —para efecto de estas notas, usaré la forma «castellano» en lugar de «español», aunque son enteramente intercambiables y no afectan las observaciones y descripciones de esta lengua—. Entender esta doble naturaleza de nuestra lengua es esencial para procesar la escritura, sobre todo la académica.

En esta nota me gustaría revisar las diferentes dimensiones en las cuales se distingue un castellano que usamos para hablar y otro que usamos para escribir, así como las «zonas grises» que inevitablemente ocurren entre ambos.

Empecemos por el aprendizaje de una lengua. En condiciones normales, aprendemos la gramática de una lengua en el entorno más cercano y sin necesidad de ayuda especializada. Basta con una o dos personas para que cualquier bebé adquiera todos los elementos necesarios (léxico, sintaxis, fonología) que le permiten comunicarse con otros, pensar independientemente, imaginar, soñar, mentir.

En cambio, para leer y escribir sí necesitamos de especialistas (profesores) y de algún sistema organizado de aprendizaje (desde la motricidad gruesa hasta las destrezas más finas de producción de trazos). La escritura es, en el fondo, un código artificial; por eso existen alfabetos o logogramas que no siempre guardan concordancia con los sonidos o palabras que representan. En síntesis, son dos enfoques de aprendizaje independientes.

En términos físicos, es útil fijarnos en nuestros sentidos, porque los canales de transmisión son muy distintos. Para escribir y leer necesitamos del sentido de la vista, por ende, necesitamos de la luz. Sin luz —tanto de una lámpara como del sol o de una pantalla— los mensajes escritos no podrían ser decodificados. Por su parte, la comunicación oral necesita de nuestro sentido del oído y de nuestro aparato fonador; por tanto, necesita del aire. La capacidad de producir y decodificar sonidos depende de que exista este medio, pues así hemos sido diseñados. De este modo, sonidos y lecturas transitan por medios muy distintos y dependen de sentidos independientes.

Ahora, si se trata de socializar, queda claro que la lengua hablada es el método propicio y natural para conocer, descifrar e interactuar plenamente con otros. Somos seres sociales que coordinan y planifican gracias al lenguaje hablado. Además, la voz no solo transmite sonidos, sino un ejército de acompañantes sutiles que hemos aprendido a descifrar, como el tono, volumen, timbre de voz, los gestos, miradas, lenguaje corporal, distancias… La escritura, en cambio, fue ideada para conservar información; por eso puede ser planificada y revisada antes de ser emitida o publicada.

Finalmente, tenemos la dimensión temporal de las comunicaciones. La oralidad, en cualquier lengua natural, se ocupa y se produce en el presente, esa delgada línea que existe entre lo que ya ocurrió y lo que aún no ocurre. Dicho entre líneas, uno debe estar atento a la inmediatez de la información; de otra manera, el riesgo de «perder» contenidos es muy alto en casos de distracciones.

La atención es el requisito indispensable para la comunicación oral. Pero la escritura fue diseñada para perdurar, para tutearse con el pasado y para planificar el futuro. La escritura no debe ser producida ni consumida en la inmediatez de la comunicación oral (excepto, con ciertas limitaciones, en un chat): una persona puede escribir un texto que será leído en un momento posterior y no necesariamente por completo. En suma, la oralidad opera en el presente, mientras que la escritura se ocupa del pasado y el porvenir.

Aprender a distinguir estos rasgos es, sin duda, una gran ayuda para quienes se inician en la redacción y en la lectura atenta. Ambos formatos del castellano nos abren posibilidades distintas y demuestran la gran permeabilidad humana para elaborar comunicaciones a partir de características y normas diferentes.

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