Diego Barros, sociólogo de la Universidad de Buenos Aires y docente del curso Edición de Libros y Materiales Educativos de la Escuela de Edición de Lima, define algunos conceptos básicos acerca de la edición de productos del sector educativo, así como la complejidad implícita que eso supone.
Por Diego Barros
Fue tal vez Oscar Wilde quien mejor definió el rol del editor al sentenciar que «… no es más que un intermediario útil». Con la sagacidad y la ironía que siempre lo caracterizó, el escritor no hizo sino ir al hueso de la incumbencia más decisiva del oficio editorial: la de la intermediación. En efecto, ubicado exactamente en el medio entre el autor y lector, el editor se define, tal como lo hace el historiador del libro y la lectura Roger Chartier, «…por su papel como coordinador de todas las selecciones que llevan a un texto a convertirse en libro, y al libro en mercancía intelectual, y a esta mercancía intelectual en un objeto difundido, recibido y leído».
En tanto práctica intelectual, la edición logró consolidarse en las últimas décadas como un campo teórico y metodológico propio dentro de las ciencias humanas, aunque siempre bajo una mirada pluridisciplinar. Si bien dicha consolidación del saber editorial lo habilitó para aplicar su «caja de herramientas» más allá de los productos de que se trate, no puede dejar de reconocerse que cada uno de ellos tiene también sus propias especificidades.
Este es el caso de la edición de libros y materiales destinados a la escuela, en la que entre otras características propias se encuentra el particular lugar que ocupan los procesos de intermediación. De allí que los libros de texto, los de literatura infantil y juvenil de prescripción escolar y las plataformas digitales educativas —la llamada edición escolar—sea uno de los segmentos más complejos del variado universo de productos editoriales.
Una complejidad bien compleja
En primer lugar, la edición escolar impone una complejidad única y tiene que ver con el hecho de que sus productos deben pasar por el tamiz de la currícula que impone la autoridad educativa. Como ningún otro producto del variado universo editorial, sus contenidos —científicos o literarios— deben atravesar por una doble “aduana”. Por un lado, deben responder a los lineamientos curriculares pero, además, sus contenidos —especialmente los científicos— deben ser intervenidos didácticamente —porque serán utilizados en situaciones de enseñanza-aprendizaje— y también procesados o adaptados a las diferentes edades de los lectores a lo largo de la vida escolar.
Sean los libros cuya finalidad es la de enseñar a leer y a escribir o los de materias como Matemática, Física o Química propias de la escuela secundaria; sea la necesidad de cubrir —también según las edades— la variedad de los géneros propios de la literatura, todo catálogo de materiales destinados a su uso en las aulas plantea exigencias específicas que los editores deben atender.
En segundo lugar y por lo dicho anteriormente, todos los productos editoriales escolares demandan un atento cuidado de sus aspectos visuales y materiales. Así, por ejemplo, la enseñanza de las ciencias exige que la edición intervenga no solo sobre los textos sino que también opere con la amplísima gama de recursos visuales indispensable para ello (ilustraciones, cartografía, fotografías, documentos, gráficos, cuadros, tablas, etc.).
Por su parte, la literatura infantil reclama siempre la convocatoria a ilustradores, lo cual le exige al editor cuidar los aspectos visuales tanto como los textuales. En ambos casos, la incorporación de estos recursos gráficos debe contemplar un envase, o maqueta, que los contenga funcional y estéticamente y, a su vez, una cuidada plasmación material final de los productos, sea física o digital.
Pero la complejidad que convierte a la edición para la escuela en una de las más exigentes —también desde el punto de vista de su inversión económica—, reside en la particularidad única de su lector, como se sabe, razón última tanto de autores como de editores. También aquí, cualquiera de los géneros editoriales destinados a la escuela plantea a sus editores la particularidad de pergeñar un producto e intervenir editorialmente en él teniendo delante de sí la paradoja de que el lector final de sus productos no será quien lo elija.
En efecto, en todos los productos de la edición escolar existe un lector final (el alumno) pero, también, el que podría denominarse como “lector interviniente”. Se está haciendo referencia aquí al docente —individual, grupal o institucionalmente considerado según los casos—, que es quien selecciona el material que considera más adecuado para el trabajo con sus alumnos, los lectores finales.
Sea por expresar el indispensable encuentro entre contenido científico adaptado editorialmente con perspectivas didácticas; sea por la demanda que pesan sobre sus piezas desde el punto visual y material o, finalmente, por la complejidad en la figura de sus lectores, la edición escolar reúne característica que le son bien propias.
Conocer sus implicancias puede resultar de gran utilidad tanto para los autores como para los usuarios. Pero analizar y tener presente la significación de sus «razones editoriales», resulta decisivo para quienes deben ponerlas en práctica: los editores.