Para los amantes de los libros, asistir a una librería es sumergirse en un mundo paralelo. La emoción de revisar los estantes, hojear los ejemplares, y tener en sus manos el libro que tanto anhelan. El lector no solo se siente atraído por la portada, sino que también la contracubierta lo invita a ser partícipe de la realidad propuesta.
Escribe: Ricardo Meinhold
Cuando el doctor me dijo que sería internado en la clínica y sin posibilidad de visitas —mientras la silla de ruedas se atascaba en el ascensor —me envolvió un sentimiento de completa soledad—. Similar a la que sentí cuando a los ocho años me perdí en el centro comercial —subiendo y bajando las novedosas escaleras eléctricas— por desobedecer a mi madre.
Luego, entre la incomodidad del catéter en mi brazo y el malestar producto de la unánime soledad —parafraseando a Borges— solo aquel libro que se asomaba desde mi vieja mochila, además de mi muda de ropa, pudo arrancarme de ella.
No hablo de su contenido, desde luego que su relectura completó mi regreso al mundo de la razón; sino de su cubierta, su color, su vitalidad y hasta diría su salud o la salud que mostraba, ciertamente mayor que la de este escribidor.
Era un ser vivo. Suerte de creación colectiva que, una vez arrojada al mundo real como cualquiera de nosotros, siguió su propio camino. Y por obra de la causalidad —y no de la casualidad— se encontró conmigo y, al hacerlo, ayudó a recuperarme.
De alguna forma, aquel libro, todos los libros en realidad, tienen esa facultad: darte lo que necesitas en el momento que lo necesitas. Consuelo, pero también dolor; alegría, pero también tristeza; conocimiento, pero también dudas; certezas, pero también incertidumbres.
Pero hay algo más que nos brindan, y que solo quienes amamos los libros lo sabemos. Como cuando entramos a una librería —si hay como fondo música instrumental mucho mejor— para hojear y olisquear los libros y nos llenamos de felicidad —y también de angustia por no poder comprar todos los que quisiéramos—. Cuando el bibliotecario nos alcanza el ejemplar solicitado luego de larga espera. Cuando preferimos imprimir y anillar —o encuadernar— aquel texto —negándonos a leerlo en nuestro celular, tableta o computadora —para iniciar ahora sí la ceremonia de su lectura. Cuando lo vemos en la casa de algún amigo y nos asalta el deseo de tomarlo prestado indefinidamente, pero no lo hacemos. O finalmente, cuando leemos una reseña en la contraportada que es a la vez una presentación, aunque ella sea subjetiva.
El gran editor italiano Roberto Calasso la llamaba «carta a un desconocido». Dependerá pues de cada lector tomarla o no. En cualquier caso, está allí expresada una opinión, o tal vez debería decir una interpretación, y que habla tanto del libro como de quien lo reseña —en este caso el mismo Calasso—, esperando que sirva como guía, como ayuda. Esa fue la razón que me llevó a elegirla como nombre para nombrar esta columna. Después de todo, la contraportada por estar hecha de palabras es una interpretación de la realidad; no solo la realidad editorial, sino la realidad a secas.
Regreso a ella después de un no tan breve intermedio. Confieso que la escribo con dificultad —a mano, en mi computadora, ahora mismo desde mi celular— tratando de comentar algún suceso relacionado al mundo editorial, pero vinculado de algún modo con la actualidad. Suceso que, como escribió Mario Vargas Llosa refiriéndose a su columna «Piedra de Toque», «me entusiasme, irrite o preocupe, sometiéndolo a la criba de la razón y cotejándolo con mis convicciones, dudas y confusiones», escribiendo una columna «que me obliga a ver claro en la tumultuosa actualidad y que me gustaría ayudara a mis presuntos lectores a tomar posición sobre lo que ocurre a su alrededor».
Pero también las escribo con mucho placer, aspirando a encontrar un lenguaje que consiga que la historia que quiero contar se exprese a sí misma sin interferencias. Tal como lo consiguieron las columnas que frecuento —o releo— con más regularidad como «Sin licencia» de Federico Salazar, «Zona fantasma» de Javier Marías, «Patente de corso» de Arturo Pérez-Reverte, «Y otra cosa» de Paul Johnson, o «A mi manera» de George Orwell, el mejor ensayista británico del siglo XX, o la ya citada del gran novelista peruano; aunque también sé que es una aspiración difícil de conseguir. En cualquier caso, si logramos generar algún sentimiento, ya sea de empatía o molestia —como pasó conmigo leyendo a los columnistas citados— sabremos que dimos en el blanco.
Me apresuro a terminar esta historia porque es tarde ya, y mi primer lector —un lector exigente pero también cómplice— está esperando: el editor.
Ingeniería, agosto 2022
Ricardo Meinhold Gálvez nació en Lima en 1971. Es editor y escritor. Ha colaborado para revistas como SOHO Perú y URL, Una revista de libros. Ha sido editor de la revista Beppo de la Escuela de Edición de Lima. Es especialista en finanzas y considera la edición como una manera de influir, para bien, pero sobre todo para mal, en la sociedad.