La industria editorial ha ido evolucionando con el paso de los años. El siguiente texto de Marco Fernández, egresado del CICE, quien actualmente lleva el CIEP*, expone cómo la labor del editor se ha visto sujeta a cambios, y la forma en la que los proyectos editoriales se están adecuando a las nuevas tecnologías y a las preferencias de los lectores.
Virginia Collera, periodista del diario español El País, menciona en su artículo «El futuro de la lectura» (2012) que el libro bien podría considerarse como un artefacto tecnológico. Y es que, durante las dos primeras décadas del nuevo milenio, los cambios en torno a la concepción del libro se dieron de forma acelerada.
De hecho, no solo hablamos del libro como producto si se quiere, pues engloba también elementos y acciones afines. Precisamente, Collera refiere que aún llamamos «lectura» a una actividad en transición constante. En principio, porque no solo recoge la decodificación de un libro tradicional; sino que abarca, además, toda acción que aplique la abstracción del sentido frente a un mensaje. Suena un tanto descabellado; sin embargo, las cuestiones que conocíamos hasta hace algunos años sobre el libro, la lectura y la industria editorial, no existen más.
Esto es el futuro y es posible que varios editores hayan sido pillados en ropa de dormir. Si alguno piensa que la labor editorial se circunscribe únicamente en la mera manufactura de libros, abandone desde ya cualquier aspiración o final feliz. Ya lo advierten, por ejemplo, Manuel Gil y Martín Gómez en el Manual de edición (2018), al aseverar que la mayoría de proyectos editoriales surgen con fecha de caducidad anticipada, ya que se encuentran desconectadas del quehacer actual y los retos que afronta el editor del nuevo siglo.
Tomemos un ejemplo bastante ilustrativo. Si por casualidad han visto la película Genius (en Hispanoamérica «Pasión por las letras») en la que el actor británico Collin Firth encarna al legendario editor Max Perkins, a lo mejor piensan que la labor editorial es tal y como se representa en el film. Es decir, un hombre llega a su oficina, se sirve un café, enciende un cigarro, coge un lapicero y se pasa horas de horas trabajando sobre un manuscrito. Por otra parte, a alguno podría emocionarle la idea de que un editor es un ser iluminado que, tarde o temprano, encontrará en el camino a su propio Thomas Wolfe (créanme, la interpretación del genio norteamericano por parte de Jude Law es conmovedora).
Digamos que este es un escenario «ideal», ya que la labor del editor radica precisamente en mejorar los contenidos que recibe, para transmitir un mensaje de forma adecuada. Sin embargo, en un mundo absorbido por la inmediatez, en medio de un mercado cada vez más contraído, en una sociedad devota del famoso do it yourself, el oficio editorial «estilo Perkins» quedaría perfecto para un cuadro decorativo en medio de la sala.
El futuro ha descolocado al editor para arrojarlo a cumplir otras labores. Gil y Gómez, por ejemplo, señalan que el manejo de redes, la gestión de comunidades, la producción digital y las labores de mercadeo forman parte de la agenda del editor. Años atrás, hubiese sido inconcebible ver al editor coordinando la decoración de un stand, gestionando ventas, discutiendo con proveedores o haciendo las veces de secretario y conserje. En lo personal, no imagino a Herralde respondiendo solicitudes de compra, o a Gordon Lish midiendo el largo y ancho del puesto que ocupará su editorial en una feria.
Los proyectos editoriales muchas veces cuentan con un solo responsable. Por ello, si seguimos la propuesta de Gil y Gómez, tengamos en cuenta que establecer un negocio editorial supone asumirlo en todas sus dimensiones: desde la planificación previa del proyecto hasta la tarea más sencilla del proceso.
Como vemos, el editor está abierto a una serie de labores más allá de las galeras y los párrafos. Asimismo, otro de los retos se ubica en el ámbito tecnológico; con ello quiero decir que, en estos días, es imposible negar los beneficios de la virtualidad y los avances registrados en diversos sectores de la industria editorial. Aunque todavía es posible encontrar trincheras que resisten el apetito de esta vorágine de cambios.
Sobre esto, permítanme contarles un caso bastante curioso. Cierta vez, me topé con un texto muy peculiar, en la que su autor enumeraba los motivos que lo llevaban a estar en contra de una empresa que vendía diversos artículos, entre estos libros electrónicos y físicos, en su mayoría autopublicados. Mi sorpresa fue grande, pues no hacía mucho que había culminado de leer otra obra de dicho escritor, en la que relataba sus visitas a diversas librerías del mundo. Y es que, para él, los almacenes de esta empresa estaban desplazando los espacios de las librerías físicas y con ello la experiencia del libro. Un acto, a decir de este autor, propio de la barbarie. Por si fuese poco, señalaba que esta empresa espiaba a los lectores de e-books a través de los dispositivos de lectura virtual, a modo de una nueva versión del Gran hermano. Además, aseveraba que la mediación del librero en las librerías había sido reemplazada nada más y nada menos que por robots e inteligencias artificiales.
En esto podemos reconocer algunos puntos interesantes. En primer lugar, es posible que el autor en mención no haya comprendido el significado del término «librería». Una de las acepciones de la RAE señala lo siguiente: «Tienda donde se venden libros». Sin embargo, al hablar de ello podríamos referir no solo al establecimiento físico, sino también al espacio virtual. Entonces, otra forma de entender el concepto «librería» sería todo lugar (tangible o intangible) donde se vendan libros o cualquier material bibliográfico. Es preciso mencionar que esto, bajo ningún motivo, supone el desplazamiento del libro físico, puesto que existe una porción incalculable de lectores de la vieja escuela.
Un editor en sintonía con las tendencias aprovechará la coyuntura para potenciar su negocio. Si bien es cierto que la experiencia al interior de las librerías constituye uno de los placeres insustituibles de la mayor parte de lectores, el editor reconoce la existencia de un público que probablemente prefiera una compra rápida desde la comodidad del sofá. Entonces, adaptará sus productos para el catálogo virtual y, de haber algún interés por el material en físico, este se imprimirá a pedido (estrategia que Gil y Gómez consideran será de vital importancia en los años por venir).
Por otra parte, tenemos que el editor avispado reconoce también otras formas de desarrollar el hábito de la lectura. Y es que ya no es una actividad exclusiva de los libros. Se puede leer una película, una tira cómica, una novela gráfica, una fotografía, incluso las jugadas de un partido de fútbol. Es importante que el editor tenga en cuenta estos puntos, al momento de tomar decisiones sobre cualquier contenido. Otro hecho de vital importancia es conocer el perfil del lector actual.
Separemos el romanticismo de la practicidad, ya que es necesario asimilar que los libros forman parte de un negocio que busca generar réditos. La conversación con el librero, la interacción con las estanterías y el tomar un café mientras revisamos un ejemplar, obviamente forman parte de esa experiencia única e irremplazable; sin embargo, en tiempos de apertura democrática hacia los gustos de cada quien, existen lectores que buscan satisfacer sus placeres por sí mismos. Es decir, el perfil de estas personas se encuentra en constante cambio, por lo que es posible que prefieran almacenar libros en algún dispositivo y comprarlos con un click, que acudir a las librerías.
El buen editor sabe leer estas coyunturas, entiende que los cambios tecnológicos no significan enfrentamientos y está dispuesto a adaptar su labor a las costumbres de los nuevos tiempos. En suma, enfrenta a la vorágine no desde la zona de confort (estilo Perkins), sino que se adentra en esta para cimentar su oficio sobre las experiencias positivas y aprender de las negativas.
Esto es tan abstracto y difícil de aceptar, tanto como si leyésemos Cartas a un joven novelista y nos enfrentemos por primera vez a lo dicho por Vargas Llosa respecto a los narradores, en cuanto a que son seres «hechos de palabras», cuya voz solo es prestada por el autor. Finalmente, resulta indispensable que los editores de este siglo comprendan que la labor editorial se mueve en el mismo sentido de las tendencias comerciales y la adaptación constante de actividades. De lo contrario, se habrá perdido el juego antes del pitazo inicial.
*Nota: Curso Integral de Edición de Publicaciones