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Luis Hernández , la poesía y una artística devoción : una entrevista con Teo Pinzás, director editorial de Pesopluma

En una entrevista hablamos con Teo Pinzás, director editorial de Pesopluma, quien nos compartió su pasión y admiración por la obra del poeta Luis Hernández, la cual forma parte de su catálogo, así como los libros del autor que ha trabajado desde su empresa.

Luis Hernández, ¿por qué consideras que hasta hoy es tan popular y querido entre la juventud?

Es un poeta que supo establecer con sus lectores una relación genuina de cercanía, una complicidad. Muchos lectores lo consideran casi un amigo y le dicen «Luchito», con una familiaridad y cariño inéditos para un autor. Es decir, hablamos de un vínculo personal. Para lograr esa compenetración, el poeta usa algunas estrategias. Por ejemplo, suele referirse a un «tú» indefinido a la manera de la lírica, acortando la distancia con el lector, que asume esa posición. También utiliza un lenguaje coloquial, con humor, luminoso; emplea colores, elementos musicales y dibujos; y usa máscaras o alter egos para ocultarse y desdoblarse. También es un poeta desacralizador, que aproxima la poesía al llano, al día a día, y la abre a la cultura pop. Por otro lado, tenemos la definición «hernandiana» de la poesía como un quehacer paliativo: «poesía es aliviar el dolor». Tiene sentido que Hernández haya desarrollado una obra que busca deslumbrar y emocionar y distraer y entretener al lector, como si el libro fuera un dispositivo para mejorar el ánimo o un placebo para la imaginación.

El poeta Luis La Hoz señala que Hernández «era un espíritu que acontece cada cien o doscientos años». ¿Qué crees que diferencia a Luis Hernández de otros poetas de su generación?

Por un lado, su ostracismo. En una época en que la participación política era tan fuerte, con gran predominancia de la izquierda, Hernández —que era de izquierda— fue un disidente. Su idea del arte y del quehacer político simplemente lo colocaron en otra ribera. Él no pensaba en la lucha armada, sino en una revolución a través de la cultura, acaso en la línea de la revolución romántica. Quería creer en una transformación del espíritu de la época —o, cuando menos, de la nación— a través de la creatividad, aunque hacia el final de su vida mostró pesimismo. Él había perdido a su amigo, Javier Heraud, a consecuencia de su participación en la guerrilla y creo que eso lo distanció de la figura predominante del poeta-guerrillero. Por otro lado, la idea de obra en Hernández congenia con lo que Eco llama «obra abierta». La suya es una obra en movimiento, adrede amorfa, sin principio ni fin claro. En esa obra continua, construida por piezas tramadas una sobre otra, cada cuaderno suele contener pedazos de otros «libros» del poeta. Es una obra hecha con retazos y vacíos, llena de vasos comunicantes, que exige al lector una lectura activa para ordenar, conectar, completar, seleccionar, etc.

Incluso el mismo La Hoz señala que Hernández había soportado belleza, dolor y soledad. ¿En ello reconocemos la figura arquetípica del poeta?

La del poeta romántico, tal vez. Hay sin duda algo byroniano en Hernández y en la fabricación de su personaje como autor, así como una raigambre trágica como corriente de fondo. Este proceso de automitificación parte, creo, de la idea nietzscheana de amor fati, de la vida entendida como obra de arte. Es más, como LA obra de arte. Y también tenemos la nostalgia por el paraíso perdido, que desemboca en el poeta como un cazador de imágenes y sensaciones que experimenta el mundo con avidez y se mantiene abierto, receptivo a otros lenguajes, como los del mundo natural o el reino de los sueños, en la línea de Novalis. También tenemos el arquetipo del poeta niño, que se remonta a la figura de Apolo (niño dios) y toma ideas de libros como el Emilio de Rousseau. Este también se puede constatar en su afinidad con poetas-niños peruanos, como Oquendo de Amat y el Martín Adán de La casa de cartón; y en la idea general de que el poeta fue un puer aeternus. No obstante, como siempre con Luis Hernández, el poeta le da una vuelta de tuerca a los arquetipos y evade el lugar común. Zambra dio en el clavo cuando dijo que “Hernández no se parece demasiado a nadie, y ese es, finalmente, el motivo principal para leerlo”.

Teo Pinzás, director editorial de Pesopluma

El mar, ¿qué representa para Luis Hernández en su obra?

Encuentro en el mar una connotación relacionada con el absoluto. El mar, espejo del cielo, es una de las pocas entidades en el planeta que mantiene su misterio y nos vincula con una inmensidad, la del cosmos, que solemos olvidar. Es casi un punto de referencia, de perspectiva. También lo veo como el espacio de lo cíclico, en tanto es donde se oculta el sol; un espacio liminal, intermedio como la orilla, que puede ser tanto espacio de paz como potencia destructora. Además, tiene un componente nostálgico, porque la edad de oro hernandiana se ubica en la infancia, detenida frente al mar.

Las constelaciones, ¿representa la madurez de su obra?

No, pero sí la apertura del autor a nuevos riesgos e influencias que antes no estaban presentes. El argot callejero, el humor, el juego idiomático y el dato culto, entre otras cosas, ya afloran ahí y abren nuevos caminos expresivos. Pero, para mí, la etapa «madura» de Hernández está en los cuadernos que se elaboran entre 1970 y 1975. Y entrecomillo «madura» porque murió a los 35 años y siempre nos quedará la duda de qué más pudo haber escrito.

Tras el abandono del circuito institucional y de las publicaciones por parte del poeta, ¿son esos cuadernos autógrafos una especie de protesta?

No sé si dejar de publicar convencionalmente fue una especie de protesta, porque Hernández ya hacía cuadernos años antes de que le dieran el segundo puesto del Premio El Poeta Joven del Perú (1965), que es cuando adviene su «silencio editorial». Piensa que sus tres libros publicados en vida, Orilla, Charlie Melnik y Las constelaciones, existieron en versiones preliminares en cuadernos que han quedado registradas. También hay otros cuadernos que son centones; es decir, recopilaciones de fragmentos ajenos que el poeta iba transcribiendo y que después usaba en sus creaciones. Y, finalmente, tenemos los cuadernos de “madurez” del poeta, donde da rienda suelta a su impulso creativo. Entonces, podemos decir que hay una variedad de materiales autógrafos y ológrafos, y que no todos tenían el mismo propósito. Partiendo de lo dicho, creo que los cuadernos fueron sobre todo una respuesta a una necesidad de libertad artística y expresiva de Hernández. Durante su estancia en Alemania, él estuvo expuesto, por ejemplo, al movimiento Fluxus, que experimentó con el formato del libro de artista, por lo que es posible que haya aprendido ciertas cosas de este. La estudiosa Diana Rodríguez-Vértiz ha analizado este tema. Pero lo cierto es que Lucho ya tenía experiencia haciendo ediciones artesanales, como la minirevista Ágape, confeccionada a cuatro manos con Javier Heraud; o por su proximidad con revistas como Girángora (experimental) y Collage (artesanal). En resumen, creo que los cuadernos fueron la manera que encontró de ser absolutamente libre y fiel a sí mismo, creando sin tapujos y «sin segundas intenciones». A la par, ello le permitió tener una postura crítica ante la industria editorial de su tiempo y poner en discusión nociones como las de autor y autoría, poesía y obra, y un montón de cosas más. No ha habido muchos poetas con el potencial desestabilizador de Luis Hernández en nuestra literatura.

Vox horrísona, una de las grandes apuestas editoriales de Pesopluma

Un editor habla a través de su catálogo, ¿qué significa tener en el tuyo a Luis Hernández?

A Luis Hernández lo queremos muchísimo en Pesopluma. Es el poeta sobre el que construimos nuestra identidad, en buena medida, al punto de que nuestro nombre surge de un juego con unos versos de él que dicen: «Soy Luchito Hernández / Excampeón de peso welter». Está en la base de nuestro ADN porque moviliza valores con los que comulgamos, como el gusto por lo contracultural, nuestra preferencia por las voces disidentes y la amplitud experimental, la debilidad por lo lúdico, y la creencia en que la poesía y los libros pueden ser para todos. Luis Hernández es nuestro autor de bandera y por eso tenemos una colección entera dedicada a él.

Coméntanos un poco acerca del trabajo que se realizó con las ediciones de los distintos poemarios publicados.

De Hernández publicamos primero Las islas aladas, que reúne sus tres primeros libros. Acto seguido, pasamos al trabajo con los cuadernos, para lo cual hemos examinado y registrado casi 60 cuadernos originales —alrededor de 5000 páginas— de diversas fuentes. En ese proceso, fuimos entendiendo mejor el contenido y decidimos publicar un puñado de ellos en formato facsimilar, a saber: El estanque moteado, El sol lila, Survival Grand Funk y Preludios y fugas. Cada uno privilegia un aspecto de la obra: en el primero, la organicidad narrativa; en el segundo, la relación texto-imagen; en el tercero, el uso del collage; y en el cuarto, la relación texto-música. Estas publicaciones son, asimismo, un intento por «deseditar» a Hernández y presentarlo como él quería ser leído: escrito a mano, a todo color y en cuadernos espiralados. También publicamos Vox horrísona, volumen compilatorio —parcial— de su obra, siguiendo la edición original de Nicolás Yerovi, que fue respetuoso de los textos y contó con el apoyo del poeta para su edición. Nosotros actualizamos dicha edición al corregir erratas, pero también le añadimos un cuaderno que estaba inédito, sus poemas publicados en revistas, sus traducciones, y renovamos el aparato de notas. Una impecable soledad también fue reeditado en 2020, pero en una edición ampliada que reúne el doble de materiales que la original y en la que el orden fue reorganizado, siguiendo la propuesta del joven crítico Diego García Flores. Este es, en mi opinión, uno de los libros más lindos que hemos hecho, e incluye detalles como un inserto gráfico, una playlist e, incluso, un mapa. Por último, tenemos una serie de textos «laterales» sobre Hernández. Me refiero a dos estudios: Cuartetos de Beethoven —en coedición con la Redalit— y O algo tan sencillo como su nombre —en coedición con el Sistema de Bibliotecas PUCP—, ambos libres para descarga en nuestra web; y a La música de las esferas, del periodista Rafael Romero Tassara, la biografía oficial del autor. Todos los libros mencionados están reunidos en la colección Universo Luis Hernández.

Luis Hernández, uno de los poetas mayores de la literatura peruana

La poesía de Hernández está llena de color, no solo en sus versos sino también en sus cuadernos. ¿A qué nivel crees que lleva la obra de Hernández esta coexistencia de trazo, dibujo y poema?

Su vocación gráfica lo coloca en la estirpe de los poetas que pintan, junto a figuras como el español Pedro Casariego —que también hacía cuadernos—, e.e. cummings o Eielson. En Hernández, la poesía y la gráfica se complementan para darnos un tercer producto artístico, híbrido, que aumenta sus potencialidades expresivas sin dejar de ser texto. Es poesía expandida. Algunas páginas de cuaderno son obras de colorismo, “cuadros para exposición”, como dijo Edgar O’Hara; mientras que en otros casos solo encontramos detalles visuales decorativos. A veces, el texto es solo una filacteria en la esquina de una pintura y otras es en sí mismo una obra plástica, casi como si Hernández pronunciara sus poemas con las manos. ¿Y qué significa esto? Pues que su obra incluye una simbología visual compuesta de atardeceres y puentes y cactus y alambres y animalitos. Tenemos entonces que pensar cómo se articulan esos elementos entre sí y con la poesía, cómo funcionan las codificaciones cromáticas y caligráficas (recordemos Hernández escribía con varios colores y letras variadas). Definitivamente, la parte relativa al aspecto gráfico es la más relegada en el estudio de su obra. Aparte, en Pesopluma consideramos a Hernández un diseñador editorial, pues él mismo hizo en muchos casos sus propias portadas, contraportadas y guardas, decoró los interiores, estableció la distribución visual de la información, etc. Esos cuadernos eran, en realidad, una forma artesanal de publicar; no eran diarios privados, sino que estaban destinados a ser leídos. Y, en ese proceso, Hernández experimentó mucho con el formato del libro, interviniendo la materialidad al unir cuadernos con alambres, pegar plástico burbuja en la cubierta, añadir portadas en interiores, etc.

¿En qué poetas actuales consideras que se mantiene con más fuerza la herencia de Hernández?

Creo que Hernández impactó en poetas como Roger Santiváñez, Luis La Hoz u Omar Aramayo, cercanos a su época, pero que su influencia real en la poesía peruana viene a partir del noventa, varios años después de la publicación de Vox horrísona (1978) y Obra poética completa (1983). Del 2000 en adelante, muchos poetas jóvenes buscaron imitar la naturalidad de Lucho sin mucha suerte, aunque hay excepciones como Tilsa Otta, especialmente en su primera etapa. Ella supo capturar ese espíritu indie y naif, algo pueril y underground, junto con el aire de complicidad con el lector, pero sin perder su propio estilo.  Luego, tengo mencionar a Lizardo Cruzado. Autodenominado creador del «realismo chistoso», este poeta trujillano ha sabido hacer suya la premisa del humor como recurso poético, aunque con un giro grotesco y existencialista. A pesar de ello, la esencia del juego con la poesía —y de la poesía como juego— está ahí, intacta. Y, encima, ambos son médicos. No en vano el segundo libro de Lizardo lleva por título un verso de Hernández: No he de volver a escribir. Si pienso en poetas nuevecitos, hay una que continúa ciertos aspectos formales de la obra hernandiana. Se llama Fabiana Caballero y acaba de publicar La niña del archivo, un libro objeto en el que veo las huellas de la poética de los cuadernos de Hernández, su intimidad brutal y la inclusión de documentos personales en el poema. Muy interesante, diferente.

Y bueno, claro, yo, que le escribo poemas a mi gato que jamás publicaré.

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