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Preguntas a la deriva: Mario Vargas Llosa, ¿un genio trasnochado?

Defensores y detractores han abierto un intenso debate respecto a la figura literaria de Mario Vargas Llosa. Una de las interrogantes más saltantes es si en algún momento el autor se volvió prescindible. En el siguiente escrito, Juan Molina, crítico literario, ensaya una respuesta en medio de una de las discusiones más saltantes de la palestra literaria nacional.

Por Juan Molina Sócola

Me han pedido resumir lo que vendría a ser una revisión sobre la obra de Mario Vargas Llosa. El nobel falleció como debe hacerlo cualquier persona: en su cama, rodeado de sus seres queridos y… ¿en paz? Es que su partida deja muchas preguntas: ¿Tuvo algo más qué decir? ¿Por qué se trompeó con Gabo? ¿Quién mató al Esclavo? ¿En qué momento se jodió el Perú?

Tantas preguntas no me dejan admitir que se haya ido en paz. Posiblemente lo hizo soñando tranquilo, como quien siente que el cuerpo se le adormece por el cansancio o por una borrachera que se le quitará con unas horitas de sueño bien merecido. Pero un escritor, uno como él, seguramente quiso escribir algo más; y eso es algo que cualquier persona que ha dedicado su vida entera a las letras sabe muy bien. Una vez escritor, siempre escritor.

Pero hablar de la calidad de lo escrito es trigo de otro costal. Es imposible negar que, en las últimas tres décadas, el marqués no mostró la misma elocuencia ni ambición que en La casa verde o en Conversación en La Catedral. Y ni siquiera aquellos que proclaman que nos hemos quedado en la orfandad narrativa con su partida, o que a Latinoamérica solo le queda Laje como último intelectual, podrán decir que en sus textos de los últimos años está lo mejor que ha escrito Mario Vargas Llosa.

Quizás se me permita despotricar porque soy poco menos que un desconocido, o porque quienes lean estas líneas no sean más que unos cuantos ojos curiosos que se cruzaron accidentalmente conmigo y que no tendrá mayor repercusión. Pero eso no desmerece mi punto. Hablo con el corazón de un lector que derramó unas lágrimas al cerrar La ciudad y los perros, que se partió de risa con el humor de brocha gorda, como decía él, de Pantaleón y las visitadoras, y que sintió el deseo de ir a La casa verde, por lo menos treinta minutos. Y ni qué decir de sus obras cumbres como La fiesta del chivo, La guerra del fin del mundo o Lituma en los Andes; ya se encargarán de darle los merecidos laureles quienes tengan la autoridad de haberlos releído lo suficiente. Yo me conformaré con decirle a Marito que se equivocó.

Sí, se equivocó, como todo hombre, porque eso era él: un mortal más. Con la elocuencia que pulió durante toda su vida, y eso es lo que admiro de él; pero un mortal más. Porque Mario no fue un genio de las letras; a lo mejor tuvo talento innato y por eso se resistió a que su padre le cortara las alas al mandarlo a un colegio militar, así como Pichulita Cuéllar se resistió a ser castrado por la sociedad y hasta se presentaba orgulloso de ser un pichulita. Nuestro Mario cultivó ese talento, como cualquier campesino que va a su chacra y siembra, echa el guano, riega, saca la malahierba, y fumiga las plagas para ver como crece su papa, su camote, su choclo, para finalmente ponerlo en su plato y tragarse su sudor. Igual fue Mario con su pluma.

No le bastaba con vivir rodeado de libros y amarlos en el silencio perfecto de un lector. Necesitaba decir lo que pensaba de sus lecturas, de sus investigaciones, hablar de ellas y con ellas. Era un hombre de acciones. Y por eso nuestro Mario —arequipeño de sangre, aunque unos papeles digan que es un marqués español— nunca soltó la pluma. Pese a ello, como cualquier hombre, se equivocó. Porque lo que dijo en Cinco esquinas, no pasa de ser una lectura somnolienta, con un final sorprendentemente predecible. Mario relacionaba mucho el erotismo con el humor; por eso don Panta se tiró a Olga Arellano, ¿quién no se mataría de risa al ver que aquel saco largo tenía los pantalones suficientemente sueltos para comerse a La Brasileña? Y por eso el formalito de Luciano propone hacer una orgía con su esposa, su mejor amigo y la esposa de este al final de la novela.

Sí, nuestro nobel se volvió no solo predecible, sino aburrido y trasnochado. Decidió que su creación literaria debía ambientarse siempre en el pasado: en el periodo de dictaduras, de totalitarismos, de maltratos a la población, contra los que siempre luchó –no hay que negarlo—, y por el que parece que ocultaba muy en el fondo una necesidad existencial, ontológica. ¿Quizás por eso tituló a sus memorias como El pez en el agua? ¿Porque se sentía a gusto hablando literariamente de eso que tanto despreciaba?

Como dije, Mario siempre tuvo algo qué decir sobre sus lecturas, que es lo mismo que decir sobre su vida. Y su vida fue, como él admitió en diversas entrevistas y en Conversación en Princeton, «dos historias, muy distintas entre sí, [que] poco a poco se van acercando». De ahí podemos deducir esa superposición cuántica del Mario literato y el Mario no literato, porque queda corto e inexacto decir el «Mario político» o el «Mario de la vida real».  Mario es literato o no es Mario.

Para terminar literaria y paralelamente con su vida, creo que la mejor pregunta que puedo hacerme es: ¿En qué momento se jodió Mario Vargas Llosa?

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