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Tú eres tu lenguaje

El ser humano ha tenido el privilegio de nacer con la habilidad innata del lenguaje con la que es posible expresar los pensamientos y sentimientos. Gracias al ingenio del hombre, se ha convertido en una herramienta poderosa que ha permitido la creación de los más bellos discursos hasta la destrucción. Sin embargo, ¿qué sucede cuando nuestros representantes usan el lenguaje para su provecho? ¿En qué medida los ciudadanos de a pie son cómplices de esta corrupción?    

Escribe: Ricardo Meinhold

No es necesario ver los paneles en las calles con los rostros relucientes de los candidatos a las alcaldías —cada cual con su mejor pose y envidiable sonrisa— para darse cuenta de que las elecciones municipales están cerca. Basta con observar el colapso del tráfico, producto del inesperado mantenimiento de calles y plazas, que de pronto parecen haber sufrido un bombardeo semejante al que se ve en las películas sobre la Segunda Guerra Mundial. Lo curioso es que, en el mejor de los casos, estas no necesitaban de mantenimiento alguno; y en el peor, que es demasiado tarde para efectuarlo.

Todo ello podría ser anecdótico; pero no lo es, desafortunadamente. Lo grave del asunto es que, por un lado, los actuales alcaldes hicieron promesas que nunca honraron; y, por el otro, que los vecinos lo aceptaron como algo natural e inevitable. Después de todo, ¿no funciona así la política peruana?

Así también, advertimos en las noticias de la televisión, los periódicos y las redes sociales cómo la coyuntura política solo muestra las constantes contradicciones entre lo que dice el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo y lo que finalmente hacen, donde la realidad los desmiente de manera constante. Sin embargo, casi toda la clase política cree —o así parece— que hay una realidad alterna que solo funciona para ellos y no para el común de los mortales (en este caso, para el común de los electores). Al menos, eso parece que somos para sus intereses.

El sociólogo alemán Max Weber afirmó en su famosa conferencia de 1919 titulada Politik als Beruf —elegantemente reseñada por Mario Vargas Llosa en una de sus Piedras de toque— que existen dos tipos de moral: la de la «convicción» y la de la «responsabilidad». Es curioso, pero ambas son mucho más visibles en dos arquetipos humanos: el intelectual y el político. La primera tiene que ver con principios o valores, cuyas acciones solo se justifican por aquellos, sin tener en cuenta los posibles efectos. Por ejemplo, el mismo Vargas Llosa, quien siempre opina lo que piensa sin importar la impopularidad que todo ello le pueda causar. La segunda, en cambio, ajusta sus acciones al presente inmediato y a sus consecuencias, pensando siempre en la eficacia o en una visión de largo alcance. Como fue el caso de Charles de Gaulle, el cual fue utilizado como ejemplo por Vargas Llosa en aquella columna. De hecho, entre medias verdades y medias mentiras, el gran estadista francés logró movilizar a una opinión pública que, al inicio, se manifestó en contra de perder todas las posesiones africanas de Francia, y luego aceptó una descolonización, que al final se llevó a cabo.

Entonces, ¿qué pasa con nuestros intelectuales y sobre todo con nuestros políticos, cuyas acciones desmienten en forma repetida sus palabras, en especial cuando las elecciones están próximas? Lo que sucede es que los dos personajes citados —sin importar si estamos de acuerdo o no ellos— comparten una integridad esencial que hacen consistentes sus acciones. Allí está precisamente el talón de Aquiles entre los supuestos moralistas convencidos y moralistas responsables —en particular estos últimos— que dominan el panorama político en la actualidad: no todos comparten una integridad básica. Más bien todo lo contrario: aquella brilla por su ausencia. Y es justo esa ausencia —o falsa presencia— lo que termina por corromperlo todo con los resultados que vemos a diario aquí y en el mundo.

No solo se corrompe aquella capacidad propia del ser humano para expresar sus pensamientos y sentimientos; también, los signos que utiliza para comunicarlos: el lenguaje. Tú eres tu lenguaje. Corromper tu lenguaje es corromper tus valores.

El lenguaje —lo sabemos quienes escribimos y editamos— es el origen de lo que, a falta de otra palabra, llamaremos civilización. Gracias a aquel, primero oral y luego escrito, le dimos forma a los sueños, domesticamos nuestros temores, construimos sociedades, le dimos carta de ciudadanía al individuo, escribimos una memoria colectiva como humanidad. Pero, por alguna razón, en algún momento de la historia dejó de interesarnos.

La tecnología, en vez de colaborar, parece ser enemiga del lenguaje y lleva al ciudadano de a pie a adecuarlo para su uso, lo que termina por deformar su principal atributo: la correcta comunicación. Algo más profundo que lo que aprendemos en el colegio. Hablar y escribir bien no solo sirve para comunicar alguna necesidad o interés propio. No. Sirve sobre todo para mostrarnos a nosotros mismos. Más todavía, determina nuestra actitud en el mundo, nuestra categoría moral. De ahí la importancia de no mentir que inculcamos a nuestros hijos, pero que olvidamos de adultos. La verdad —con todos los riesgos que trae— será siempre el mejor camino.

Las elecciones se han vuelto un rito, una ficción jurídica, porque en el fondo hemos aceptado la mentira en el discurso político; algo que no aceptaríamos en el trabajo, en la familia, en la amistad. Por eso debemos proteger nuestro lenguaje, alimentarlo —no solo de pan vive el hombre— para que no muera. Léase morir cuando para el ciudadano ya no significa nada lo que escucha, aunque lo entienda.

Aquí y en muchos países del mundo nos quejamos de nuestros jefes de gobierno, a quienes nuestro voto los llevó allí para liderarnos y juntos solucionar los problemas del país. No obstante, no nos damos cuenta de que parte de estos los hemos provocado nosotros al aceptar como natural en los políticos aquella escisión entre pensamiento y acción, en lugar de reclamar todo lo contrario.

Exigir que digan lo que piensan y que hagan lo que dicen es el primer paso —mejor dicho, el único posible— para empezar a adecentar la política peruana.

San Isidro, septiembre de 2022

Ricardo Meinhold Gálvez nació en Lima en 1971. Es editor y escritor. Ha colaborado para revistas como SOHO Perú y URL, Una revista de libros. Ha sido editor de la revista Beppo de la Escuela de Edición de Lima. Es especialista en finanzas y considera la edición como una manera de influir, para bien, pero sobre todo para mal, en la sociedad.

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