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Vivir para siempre: el legado de Mario Vargas Llosa

César Osorio, bachiller en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y corrector egresado del Centro de Desarrollo Editorial, analiza desde el sentimiento de un lector la partida de Mario Vargas Llosa, el vacío que deja y la brecha abierta entre sus defensores y detractores.

Así como a muchos, la noticia de su partida me tomó por sorpresa. Aquel suceso no dejó indiferente a nadie, ni siquiera a los lectores más férreos. Pero si una persona regular se apenaba por el deceso del único premio nobel peruano, parecido al sentir de un civil que despide a un héroe de la patria, la impresión que marcó tanto en mí como en mis colegas de carrera alcanzó una dimensión más profunda y desconsoladora. Fue como si despertáramos de un extraño letargo y al abrir los ojos no viéramos más a un referente de profesión, un ídolo para muchos, que con su sola figura sostenía buena parte del prestigio de nuestra literatura.

Tal vez la crisis social en la que estamos sumidos nos hizo olvidar que podríamos perderlo en cualquier momento; ya había llegado a una edad prolongada y hasta él mismo daba señales, con su última novela, de que no le quedaba mucho tiempo. De cualquier forma, ahora no está más. No cabe duda de que dejó un vacío irremplazable. Lo sabemos y solo queda aceptarlo.

A mi modo de ver, Mario Vargas Llosa acaba de iniciar una nueva vida, una que durará muchísimo, y más que su existencia «natural» en la Tierra. Y es que vivirá en cada uno de nosotros, es evidente, y quienes nos sucedan también dirán lo mismo con igual validez, así hasta que los peruanos —o los latinoamericanos, o la humanidad entera— pierdan la memoria. Un escritor, académico y líder de opinión como Vargas Llosa ha forjado por sus propios méritos una poderosa influencia en la sociedad. Sus novelas forman parte del imaginario común del pueblo peruano, sus declaraciones son y serán escuchadas, debatidas y reinterpretadas eternamente. Su nombre se ha convertido en el de un intelectual ilustre por antonomasia —y esto lo digo con el perdón del antifujimorismo, aunque ellos saben que no miento—. Vargas Llosa, similar a César Vallejo, José María Arguedas o Ricardo Palma, se ha ganado con justicia la vida eterna a través de su legado.

Vivir así es un privilegio al que muy pocos pueden aspirar. No solo en la literatura, sino en todo lo que respecta a las actividades humanas. Lo más probable es que casi ninguno de nosotros pueda acceder a algo remotamente parecido. Lo más seguro es que nos extingamos de la memoria colectiva cuando ya ni nuestros tataranietos recuerden quiénes fuimos o qué hacíamos, y esto siendo positivos.

Las masas se renuevan, pero los rostros individuales están destinados a perderse entre la multitud. Por el contrario, la obra de Vargas Llosa hará que su faz se reproduzca por diferentes medios, de manera que nuestros tataranietos sepan mejor cómo se veía él que cómo nosotros lucíamos. Al fin y al cabo, se vive cuando se es recordado. Vargas Llosa será recordado en todas sus facetas, en sus éxitos, fracasos, hitos y contradicciones. Incluso los que lo han rechazado por las infortunadas decisiones políticas que Vargas Llosa abanderó, tendrán que mencionarlo y tenerlo en cuenta al reconstruir los relatos de la literatura peruana y latinoamericana.

Por ese motivo, a pesar de la tristeza que me genera su muerte, me tranquiliza saber que ahora se halla en un lugar mejor: el olimpo de los humanos notables. Mis maestros seguramente han arribado a esa conclusión mucho antes que yo. Varios de ellos, apasionados de la frondosa e implacable narrativa «vargaslloseana» nos hablaban con entusiasmo de cada detalle de sus novelas, sus temas, su estructura interna, sus referencias e intertextualidades.

Y no solo constaban las pláticas del universo ficcional, sino que se extendían hasta la otra complejidad de su contexto social, sus batallas políticas, su trayectoria ideológica. Uno de mis maestros, muy querido y respetado por todos en la facultad, nos comentaba que tener a Vargas Llosa de referente literario ya por sí solo eleva el nivel creativo de uno, pues inspira a emular cierto grado de la magnitud que logró plasmar en sus novelas. Como estar a hombros de un gigante. Un gigante de la San Marcos, por cierto. Me parece hasta alucinante que haya podido estudiar en la misma alma mater que él. ¿Quizá nos ha heredado a los sanmarquinos un pequeño destello de su grandeza…? Ojalá.

Sea como sea, gigantes como Vargas Llosa nunca mueren. Mi eterna gratitud hacia un gran hombre que supo elevar el nombre de las letras peruanas hasta los cielos universales. Cuando llegue mi hora, podré afirmar con calma que, al menos, viví en su misma época.

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