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La cocinita editorial. Analizamos «Lumen Christi», un cuento de Marco Fernández

No es lo mismo editar que corregir, y este espacio propone demostrarlo. Aquí, a partir de algunos textos cortos e inéditos de ficción y no ficción, nos ejercitaremos en la identificación de vicios retóricos y argumentativos dentro de cada párrafo. Todos están invitados a participar con sus publicaciones.

Por Carlos Chávarry Valiente

Resumamos lo que se va a encontrar aquí: un relato de ficción que, si bien tiene un inicio un tanto intrincado, se vuelve interesante conforme se desarrolla hasta llegar a un cierre certero. Esto último, el cierre, es lo que más justicia le hace al texto en sí, algo que explicaremos más adelante. Su autor, Marco André Fernández Risco, es comunicador, escritorha publicado Escala de grises, un libro de cuentos─ y exalumno de la Escuela de Edición de Lima. La versión original se puede encontrar aquí.

Lumen Christi

Las campanas de la iglesia repican inquietas. El resueno recorre los tejados en ruinas y desciende entre las callejuelas y la plaza dormida. Vencida la noche, se apodera del cielo un claroscuro; pronto alzarán vuelo las tórtolas, cantarán orgullosos los gallos galponeros y las campiñas recibirán el baño cálido del sol.

Junto con una ventisca, las campanadas penetran las entrañas de una de las tantas casas del pueblo de Orupe. Sobresaltada, Artidora abre los ojos. Le sostiene la mirada un cristo agonizante y de frio yeso que pende de una cruz, un poco más descascarado que ayer, pero con la divinidad intacta. Aparta el cobertor, se calza un par de chancletas, enciende una vela y la coloca sobre un pequeño altar. Junta sus manos y cierra los ojos. El viento se fortalece, como si alguien soplase a pulmón salido. La flama alumbra los pies del crucificado y provoca una penumbra tenue bajo los filos de unas estampitas.

Hilachas de agua se deslizan entre las grietas de sus mejillas. Se acomoda los rizos prietos, no hay mucho que embellecer en aquel rostro, en el cual caben todos los gestos, menos la sonrisa. Artidora sale del baño, hacia su habitación. Apoya la mano contra la pared; avanza, avanza, cada paso requiere su propio esfuerzo. Avanza, avanza, y la distancia entre ambos cuartos parece la de dos continentes.

La mañana ha tomado forma. Vientos recios mecen las copas de las palmeras que adornan la plaza. Se agitan las ropas de los tendederos y las ventanas se estrellan contra sus marcos. El canto de las pregoneras anuncia la salida de las primeras remesas de pan, los cuencos rebalsan de leche fresca y aparecen los primeros caminantes. Las campanadas de la iglesia resuenan otra vez. En el cuarto de Artidora, la llama de la vela es ya una lengua robusta. Nada que esté fuera de aquellos muros tiene sentido para ella. Es que el padre Humberto dice que solo un corazón silencioso y desentendido del mundo es capaz de escuchar al Señor. Pero, a veces se le olvida que creer en Dios supone también aceptar sus silencios.

El comentario

Es cierto que en un texto de ficción el autor puede permitirse enriquecer los detalles del contexto de los personajes todo lo que desee, y también es cierto que tiene licencia para alargar la introducción, pero en este caso específico ─y desde una apreciación muy subjetiva─ nos resulta demasiado extensa la enumeración de lugares. No es una regla en sí, pero muchas veces la descripción minuciosa ayuda a hablar de espacios inesperados o que cobrarán relevancia más adelante en el relato. Aquí, sin embargo, no parece cumplir esa función y, por el contrario, distrae de lo que debería ser un inicio poderoso que invite al lector a continuar. De hecho, cuesta identificar que se va a contar la historia de alguien llamada Artidora.

Para entender lo anterior, lo de cómo retratar lugares de manera puntual, utilizaremos un texto de no ficción ─queremos evitar comparaciones innecesarias─ de Martín Caparrós, quien tiene una frase bastante conocida con la que reseña un lugar tan árido y monótono como una metalúrgica: «Aquí, ahora, en este espacio enorme gris espeluznante hay rayos, fuego, truenos, materia líquida que debería ser sólida: el principio del mundo cuarenta y cuatro veces al día. Aquí, ahora, en este espacio de posguerra nuclear hay caños como ríos, las grúas dinosaurias, las llamas hechas chorro, sus chispas en torrente, cables, el humo negro, azul, azufre, gotas incandescentes en el aire, el polvo de la escoria, las escaleras, los conductos, los guinches como pájaros monstruosos, olor a hierro ardiendo, mugre, sirenas, estallidos, plataformas, calor en llamaradas, las ollas tremebundas donde se cuecen los metales». Uno lee esa descripción y prácticamente se puede ver la planta de fundición. Lo mejor es que el cronista argentino solo ha necesitado unas cuantas palabras para llevarnos a esa imagen.

Bloque 2

Artidora lleva varios días sin pronunciar palabra y contemplando únicamente la mirada moribunda de Cristo. Menea la cabeza y aprieta los dientes.

—Zambo so coudo, dice, casi en un susurro.

Un campanazo retumba en la habitación y ella se persigna tantas veces como puede. Le resulta imposible controlarse al pensar en su esposo Evaristo. El fuego de la vela continúa hinchándose, como si las plegarias y el recuerdo lo alimentasen. <<Zambo so coudo>>, piensa Artidora, tras concluir una salve por tercera vez. Es que su esposo no solo era un “so coudo”, sino “el cojudo”. Y, según ella, a los cojudos pertenece el reino de arriba.

Era un zambo de cabello blanco y rizoso, labios anchos, patilargo y de lomo encorvado. Un hombre hecho para el domingo, como solía decir el padre Humberto. Lo que nadie entiende es como un tipo de su talante tuvo tan mal ojo al momento de escoger una esposa. Pues, Artidora no solo tenía malgenio, sino que, además, era santera.

En un cuartucho, cerca de la plaza, Artidora recibía a los consumidos por el susto, el mal de ojo, o cualquier otra dolencia en el espíritu. Venían a buscarla de todos los rincones de La Milla: madres con niños llorones, solteras de pelo teñido, hombres sin trabajo que apestaban a mala suerte; avariciosos o bienechores, todos eran bienvenidos. Los que vivían cerca de aquel lugar aseguraban que la calle olía a flores rancias y que la santera acumulaba cuyes muertos en un corralón. A mitad de la noche, hacía una hoguera a las afueras del pueblo y quemaba los restos. Pese a todo, nunca se oyó decir que alguno de sus métodos fallase.

El comentario

En contraposición a los párrafos de inicio, con este bloque el autor ya entra de lleno a explicar la situación de los personajes principales, y lo hace de manera muy simple y precisa ─es decir, efectiva─. Se puede notar claramente la estructura que Marco André ha seguido: primero ─y con cierta dosis de humor─ explica los pensamientos de la protagonista Artidora, los que a su vez llevarán a la presentación del segundo personaje importante de la historia, Evaristo, para luego explicar el vínculo entre ambos y, en especial, el contraste que ellos representan ante los demás. En otras palabras, el autor concatena la información de una manera calculada pero nada forzada: todo en ese bloque fluye con naturalidad.

En este punto hacemos un pequeño salto dentro del texto ─la parte donde se explica cómo se enamoraron ambos personajes, y que también está narrada con propiedad─ para ir hacia lo que será el primer conflicto de la historia, el nudo que, a su vez, llevará a uno más grande.

Bloque 3

Una noche, mientras cenaban, Evaristo le pidió a su esposa que conversaran. Ella accedió de mala gana. Esperaba a un muchacho que aseguraba ser víctima de envidias y le había prometido una buena paga si lograba apartarle esa vibras. Evaristo siguió a Artidora hasta el cuartucho. Olía a hierbas, tierra húmeda y canela. Una bombilla pálida alumbraba el espacio y de las paredes colgaban santos y ángeles de rostros calmos y afeminados. Sobre un pequeño altar, dos cráneos eran velados. Artidora se sentó en un banquito y vertió un líquido amarillento con pétalos en una batea.

— Negita, quieo que tú me acompañe a misa, dijo Evaristo.

— ¿Qué tu tá loco?, mira, yo no te jodo con tu vaina de la glesia, no venga a moletame tú a mí, respondió Artidora y movió la batea para que se mezclasen las aguas.

—Pero, Doita, tienes que hablá con diosito pue, pa que sigas cuando a tus enfemitos y salves tu almita, dijo Evaristo e intentó acariciarle la mejilla. Ella lo apartó, dándole un manotazo.

—¿Y tú qué piensa? ¿Quel padecito ese va hace el milago? No seas buro, zambo so coudo. Acá la cosa es suelte, y lo que quiea la fotuna, no me venga con tonteas, dijo Artidora.

—Vamo pue negita, mira que no me guta que la gente hable mal de ti, pue, dijo Evaristo.

—Me impota tes pepinos ¿Qué haces caso tú, zambo coudo? Tú tas casao conmigo, no con la gente, respondió Artidora y tocaron la puerta.

¿Y si lo hubiese hecho tal como Evaristo decía? Artidora junta sus manos y agacha la cabeza. Solo necesita un milagrito. La flama baila al paso del viento que mece las cortinas y las estampas del altar. Las campanas otra vez. Artidora se levanta. Avanza, muy despacito, avanza hacia la ventana, segura de que algo sucede afuera.

Evaristo insistió. Ella lo amenazó con ponerle agua de raíces en su café, si no dejaba de hostigarla con eso de que fuese a la iglesia. Además, los domingos dormía hasta pasadas las ocho y las consultas de la semana la dejaban cansada. En cambio, Evaristo se vestía de gala ni bien amanecía. Un saco raído, una camisa amarillenta, que en algún tiempo debió ser pulcra y brillosa; un pantalón con tantas costuras como cicatrices tiene un acuchillado, y un par de zapatos de cuero opaco. Antes de salir, se acercaba a Artidora para darle un beso en la mejilla.

—Quita, quita, zambo fatidioso. Ande a baré la glesia con el cua, decía Artidora.

—Ahí te voa llamal, mi negita mocha, mocha, respondía Evaristo.

El comentario

Si seguimos la línea estructural del relato, notaremos que el autor introduce con equilibrio un diálogo ─quizá un poquito extenso─ para dar luces sobre el conflicto que servirá de telón de fondo de todo lo que se viene: la protagonista no solo se niega a ir a la iglesia a causa de sus creencias, sino que ─y aquí Marco André lo sugiere de manera muy sutil─ desprecia a su esposo por tenerlas y no obtener nada tangible ─rentable, un beneficio económico─ de ellas. Con este bloque, el autor muestra las motivaciones psicológicas y espirituales de Artidora y Evaristo sin necesidad de dar descripciones abstractas o subjetivas. Es decir, deja que los personajes se expliquen con sus propias palabras y reflexiones, algo que los lectores siempre agradecemos.

Otro detalle clave: el autor hace mención a la presencia de velas encendidas a lo largo del relato, y no dejará de señalarlas casi-como-quien-no-quiere-la-cosa, lo cual es muy importante porque, en algún punto, esas velas flameantes tendrán un efecto impredecible dentro de la historia. Ese recurso, que aquí está muy bien manejado al mantenerse constante en el texto sin ser demasiado ostentoso, también ayuda a que el lector visualice los ambientes donde se desenvuelven los personajes.

Por otro lado, si bien se entienden los intentos de realismo en el habla de los personajes, como autores también debemos ser cautelosos para no resultar machacantes y agotadores. En esa línea, es posible pulir el estilo que tiene Artidora y Evaristo para comunicarse y no insistir tanto con el recurso de recortar las palabras: este, al final de cuentas, no es más que un truco para que las frases suenen realistas, pero se requiere utilizarlo con precaución, pues de lo contrario hasta podría parecer que nos regocijamos en los estereotipos, lo que nos haría perder la autoridad necesaria como narradores ante el lector.

Bloque 4

Sin su compañero, Artidora terminó consumiéndose. No le quedaban fuerzas para responder a quienes la culpaban por la muerte de Evaristo, especialmente a los que aseguraban que Dios lo había premiado arrancándolo de su lado. Acudía a la iglesia todas las mañanas, pero al igual que ahora, no sabía cómo dirigirse ante los santos o a la más simple de las estampas. Cogió sus ahorros y compró la imagen del crucificado. Pensó que a Evaristo le hubiese gustado tener a su jefe en casa. A lo mejor, de ese modo aprendería a rezar y todo sería más fácil. Y, así continuó, hasta que la artritis devoró sus fuerzas.

Las campanas, repican, repican, repican.

¡Mochita, mochita! Sal, Doita, sal que tenemos que rezal a papalindo.

Y comprende que, mientras viva, tendrá que consolarse con esas campanadas, imaginando que es Evaristo quien la llama, ese hombre que solo buscaba salvarle el alma y enseñarle a conversar con Dios. Repican, repican, repican las campanas. Artidora junta las manos, “esponde, dioito”. Y, con esa sola esperanza, Artidora se persigna. Es un bonito día.

Sal, Doita, sal que tenemos que rezal a papalindo.

La flama de la vela ha consumido al crucificado, las estampitas, el altar y llega hasta la cama.

 El comentario

Aquí hacemos otro corte en la historia y nos vamos hasta el último bloque de párrafos. El recurso de apelar a frases sueltas de una sola línea ayuda muchísimo para graficar los picos que afloran en la conciencia de Artidora: no necesitamos saber todos sus pensamientos, solo aquellos que la torturan y la hacen arrepentirse de su forma de ser (y querer). De la misma manera, y luego de tener párrafos de varias líneas, el autor recurre a un cierre de una sola frase, corta y directa, lo que le da fuerza a la historia porque sugiere lo que sigue a continuación, y al mismo tiempo le otorga elegancia, porque ya no necesita narrar más de lo necesario.

Solo para terminar, una sugerencia que podría servir al autor es que intente recortar sus frases: sus historias ya son lo bastante potentes como para distraer al lector con párrafos largos. Mucho de lo que narra se podría escribir en corto, con economía de palabras. Esto le ayudaría a darle mayor énfasis a la composición de sus oraciones. Si Marco André Fernández hiciera este ejercicio, el texto original podría ahorrarse entre una página a página y media, aproximadamente.

Hasta aquí llegamos con el análisis del relato. Los invitamos a que ingresen al texto completo (el link está al inicio de esta página) para que puedan leer la versión original sin pausas.

No olviden que siempre pueden enviar sus publicaciones de ficción y no ficción para someter sus primeros párrafos a este breve ejercicio de edición. El correo de recepción de sus textos es noticias@cdeyc.com. Pueden enviarlos con sus nombres propios o seudónimos. Nuevamente, están todos invitados a participar, sea cual sea la edad y profesión.

Muchas gracias por la confianza. Revisa el ejercicio anterior: La cocinita editorial. Analizamos «Ceremonia», un cuento de Ana Akamine.

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