Hoy se cumple un año de la partida de una de las voces más importantes de la poesía peruana. A modo de homenaje, el poeta Manuel Liendo recuerda vivencias y anécdotas vividas con José Antonio Mazzotti. Aquí les dejamos la transcripción del discurso que preparó para la presentación del poemario La estrella más cercana.
Por Manuel Liendo
El año pasado había terminado de dar clases y sonó mi teléfono. Era una llamada de José Antonio. Contesté y le dije: «Maestro, ¡qué sorpresa!, me llamas a esta hora. ¿Qué pasa, maestro?». Del otro lado, me contesta Barbara, su esposa: «Manuel», dijo, acongojada. «Barbara, ¿cómo estás?», le dije. «Ha pasado algo, Manuel. Se fue José Antonio», respondió. Me quebré, sin más.
Lo cierto es que desde ese momento comencé a ver a José Antonio en todas partes y tuve muchas conversaciones en silencio con él. Lo primero que hice fue llamar a Raúl (Mendizábal), porque Barbara me encargó dar la noticia. Sin embargo, cada vez que la daba me iba quebrando más y más.
El tema es que yo sabía de esta situación, pero no quería admitirlo. Me acuerdo que cada vez que José Antonio llegaba a Lima y terminaban las reuniones, yo pensaba: «José Antonio se está yendo». Las últimas veces que lo vi ya no podía subir escaleras y le faltaba el aire. La última cena que hubo en casa con los amigos, José Antonio prácticamente se despidió de nosotros.
Tengo muchas escenas de él en la memoria. Su figura en el patio de letras de San Marcos, un muchacho que siempre tenía un maletín azul lleno de libros y poemas. Ese era José Antonio, siempre atento a lo que sucedía. Y era Mazzotti, no José Antonio. Era Mazzotti la palabra que sonaba en San Marcos: el que sabía todos los cursos, el que discutía con los profesores, el que te decía cuál era el mejor curso o qué curso no llevar.
A veces teníamos clases que empezaban a las cuatro de la tarde y terminaban a las tres o cuatro de la mañana, porque nos invitaban a sus casas Antonio Cisneros, Paco Carrillo, Carlos Germán Belli, Pablo Guevara… en fin, muchos otros. Washington Delgado era un espectáculo dictando clases sobre el siglo de oro.

José Antonio era parte de estos grupos en los que siempre él terminaba con la parte teórica y, por supuesto, la poesía. Siempre con su parker en el bolsillo, anotando, escribiendo versos y discutiendo, sobre todo eso, discutiendo en el mejor sentido de la palabra. No creo haber conocido un mejor anfitrión que José Antonio: tú llegabas a su casa y podía haber el peor caos, una gran bulla, es decir, el mayor movimiento, pero José Antonio siempre era pausado, recogía, llevaba, servía, «¿qué quieres?», nos decía. Y a todos complacía, a todos le daba. Ese era José Antonio. Es más, en una oportunidad pasábamos por una tienda y le dije: «Oye, me voy a comprar una camisa». «No, vas a gastar mucho, gástalo en invitar a los amigos», me decía. Ese era mi amigo José Antonio.
Y, por otro lado, hubo una etapa muy interesante de José Antonio en la que ayudó a mucha gente organizándoles recitales. Por ejemplo, hizo muchos recitales en Harvard y él no participaba. La gente le decía: «oye, ¿ya no escribes?». «No yo sigo escribiendo, pero estoy mostrando la poesía peruana», respondía con amabilidad. Además, viajamos mucho con él, especialmente a los congresos que hizo por Europa, como por ejemplo en España, en Francia, en Portugal, en La Habana, en Cuba. Es decir, era una persona que tenía una gran energía que nos dejó hasta el día de su muerte.
Dirigió la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, que fue el legado de Antonio Cornejo Polar: una de las revistas más importantes de Latinoamérica, una revista fundacional, una crítica literaria latinoamericana, nada eurocentrista. Recuerdo que él decía: «Hay muchos textos que no los podemos estudiar con una base teórica específica, tenemos que crear nuestra propia base. Tenemos que crear nuestras propias bases». Así, llevó por lo alto al Inca Garcilaso de la Vega, a César Vallejo, a la poesía peruana e Hispanoamericana. Permítanme leer un breve textoacerca del libro que nos convoca: La estrella más cercana,«La inmensa poesía».

La partida de José Antonio ha dejado un enorme vacío en nuestra generación. Sin lugar a dudas, tenía la mente más brillante de la generación de los ochenta. No solo desarrolló una obra poética consagrada a la palabra, sino al oficio de converger versos en categorías significativas. Dueño de una voz poética transbarroca, Mazzotti nos canta poesía para callarse, en su hora, ante los mosquitos de la vida, dixit José Antonio.
Incansable académico, aportó una bibliografía numerosa y consistente para el estudio de autores como el Inca Garcilaso de la Vega y César Vallejo, así como para la poesía peruana e hispanoamericana contemporánea Apreciado por su bonhomía y desprendimiento vital, Mazzotti reunía a lo más graneado de la academia mundial a través de eventos nacionales e internacionales.
Su último poemario, La estrella más cercana, es como una despedida. Aparentemente podemos decir que es un diario de muerte, pero el poemario de muerte está en los Poemas posthumanos, que es el libro anterior donde avisaba que ya se iba. José Antonio renace preparando la muerte para estar próximos al fulgor de una estrella que alumbra su memoria, la continua erosión del olvido. Su calor se chorrea en el baúl, para luego recaer en la infancia, en la vorágine del tiempo que deja de girar. Un viaje transbarroco a la semilla desde el desempeño vital de las flores, hasta secarse en galaxias separadas con velos ardiendo de continuo.

Domingo de Ramos y Manuel Liendo
En la poesía de José Antonio la vida relampaguea en tecnicolor donde nadie es dueño de nada, congelando cenas familiares, evocando la infancia, sus primeras caídas, golpes y heridas sangrantes. De ahí los caminos fáciles, José Antonio, de ver el cielo con manchitas rojas capaces de engullir el más precoz deseo, sabiendo que todos están vivos a pesar del Cuco. La madurez tanto en la vida como en una película. La ciudad ejemplificada evoca los huariques, el torito de Surco Viejo donde se come bien. José Antonio tenía un gran diente. Se disfruta el ambiente de vendimia, el olor a uvas, la provincia que ya no es, para estar a tiro de piedra del progreso. Los versos variados para Raquel, su primera profesora de nido, nos ayudan con la pintura de Zurbarán a imaginar su mito, su belleza, su luz y contraluz, su presencia idealizada que solo puede venir del cielo.
Y en el poema «Mar-vientre» retoca el tópico humanista de la vita flumen, toda vida es un río, con la diferencia que la vida regresa al mar. Recordarán dijo Manrique: «Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir». Machado también, Javier Heraud también de una u otra forma lo dicen, pero acá José Antonio hace este giro: en lugar de ir a la muerte regresa al mar que ya no es la muerte, sino es el vientre donde se recibe otra vez la vida. Un tempus fugit irreparable, la fugacidad del tiempo irreparable que convive para seguir entre nosotros es en realidad susurrado siempre por Céfiro, que es el dios del viento. Magnífico poema que reconfigura los tópicos desde su núcleo.
En la casa en Santa Clara evoca al chiquillo de alquitrán y paja, de obediencia, de una docilidad enorme, irreflexión con la esperanza menguada. Recuerda que la primera novia, la imagen indesmayable del amor que resiste agolpándose ante todas sus preguntas. En «Chosica» la casa del abuelo se convierte en refugio de un nazi. Ahí aparecen los primeros morbos, las calatas de Playboy y el plumazo que lo cambia todo.
En «El buscador de estrellas», su padre Luis es demiurgo de las constelaciones con sus mapas, su astrolabio, el abecedario de los cuerpos celestes. Y su madre, Rosa, tenemos que mencionar a Rosita porque José Antonio fue un hijo extraordinario, siempre venía a verla, siempre estaba expectante para saber qué pasaba con Rosita. Y Rosita era realmente como nuestra segunda madre: íbamos, la engreíamos y siempre estábamos con ella. Tenía una lucidez impresionante. Nunca faltaron las llamadas de Rosita, y se fue prácticamente un año atrás, unos meses. Ella, quien abre todas las puertas se convierte en poesía misma para José Antonio.
«Tarapoto» es el nombre de nuestro ambiente donde vivió nuestro niño. Su padre fue militar, así que él estuvo en varias partes del Perú y también vivió un tiempo en Polonia. Un mundo elocuente e imperecedero a pesar de sus lágrimas. En «Blefuscu» y la playa hondable cerca de Ancón surgen imágenes que enternecen: orquestas naturales, murallas de hielo bajo el sol chillante y ella mirándolo. Así conoció el amor, en atardeceres donde las tardes terminan incendiándose.
Finalmente, el poema doce, con final intrínseco, regresa a su amada como altar, avanzado para convertirse en estrella, gozando su carne y hueso hasta el final de sus días. José Antonio Mazzotti nos conmueve con el cierre poético de su trayectoria y nos guía hasta la estrella más cercana de su inmensa poesía.



























